DISCOS
«Lorena se plantea simplemente cantar y dotar a sus letras de un aire que combina el costumbrismo, lo naíf y lo mágico»
Lorena Álvarez
Colección de canciones sencillas
EL SEGELL DEL PRIMAVERA, 2019
Texto: CÉSAR PRIETO.
Siete años han pasado desde que Lorena Álvarez nos entregó Anónimo, un conjunto de canciones que fueron recibidas con asombro e interés. Se habló de que representaba de manera excepcional una vía olvidada: la de la canción tradicional, entroncada en la tierra y en la tradición. Extrañamente, nunca fue reclamada por las filas del folk —género escondido, pero con mucha actividad en nuestro país—, sino en las del indie. Seguramente, porque la música de la cantante asturiana tiene poco de tradicional. En las formas y las canciones quizás se advierta una acogida de formas populares —por el uso de instrumentos ya olvidados, por su afinidad con un ámbito rural— ; pero en el resto el concepto es absolutamente moderno, por la sencilla razón de que habla de preocupaciones que en nuestros días son lugar común: la búsqueda de una vida más natural, la España vacía, las formas sencillas…
A partir de ahí, Lorena Álvarez entró en un silencio solo roto por colaboraciones con Napoleón Solo y Soleá Morente y por este Colección de canciones sencillas, que parte de un hecho puntual que la motiva a volver a coger la guitarra. Lo explica en “La nube”. Lorena descubre un viejo dibujo en que su abuela la retrataba con una guitarra, “con cara de tonta”, sin que nada —ni en ella misma— pudiese hacer sospechar que iba a dedicarse a la música. ¿Qué conjunción del destino puede provocar estas visiones? ¿Hay algo que nos liga a la sangre y que inconscientemente adivinamos? El precioso diseño —una carpeta delas escolares, azules, con gomas y llena de postales— parece evidenciarlo de forma simbólica. El caso es que Lorena se dio cuenta de que tenía que volver a hacerlo, y se embarcó en estas catorce canciones, construidas de forma autosuficiente.
Tan autosuficiente como la descripción que hace en “La huerta de mi padre”, en la que la naturaleza se ve como un beatus ille capaz de ofrecer al hombre un hábitat modelado a su medida. De la misma manera, los arreglos son mínimos —no tapan la canción— , pero brillantes. En la preciosa balada sobre el paso del tiempo y las rupturas amorosas que es “Debajo de este olivo” adivinamos inclusos toques hawaianos. Es excepcional, sobre todo, el trabajo de los vientos en “Cae la noche” o el germen que es “La nube”, que añade al bucolismo unos coros celestiales y alguna escapada casi psicodélica.
Lorena se plantea simplemente cantar y dotar a sus letras de un aire que combina el costumbrismo, lo naíf y lo mágico. Si están pensando en Vainica Doble, aciertan, porque algunas de las canciones —no todas— poseen un indudable aire vainiqueño, de la misma forma que otras recuerdan a ese folk aguado de la frontera entre los 60 y los 70, como el de The Free Design o los Carpenters. Música de campamento, al fin y al cabo, en la que la única tonada de raigambre tradicional es el valsecito “Soy un olmo”, que se levanta alegre y norteña. Pero también encontramos un lado trágico que se va apoderando del disco a la par que lo convierte en más íntimo y recogido. Es el final, con “Aborrezco lo que adoro” —con letra basada en textos populares flamencos— y “Nana Mapamundi”. El atardecer que retrata en ese “Cae la noche” que abre el disco no es casual. Son canciones para que se desplieguen cuando la luz se hace dudosa, el final ha de coincidir con el último rayo. Con ello, se abrirá como otra certera luz.
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Anterior crítica de discos: Mesa para dos, de Rubén Pozo y Lichis.