Cine: “Zoolander 2”, de Ben Stiller

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“Esta secuela se plantea como un órdago a la grande que trata de multiplicar los efectos de su precedente: más grande, chiflada y contundente”

 

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“Zoolander 2” (“Zoolander No. 2”)
Ben Stiller, 2016

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Prácticamente una década antes de que Judd Apatow irrumpiera en la comedia para proclamarse pope del género y aunar corrientes, Ben Stiller ya venía proclamándose como fuerza sobrenatural y no siempre aceptada. Pocos podían sospechar que “Un loco a domicilio” (“The cable guy”, Stiller, 1996) iba a convertirse en el testigo que Jim Carrey legaba a su director para certificar el principio del ocaso del primero como estrella histriónica y el incipiente protagonismo del segundo. Stiller consolidaría pronto su propio papel en el género como “loser” y estandarte de la crisis de masculinidad –con “Algo pasa con Mary” (“There’s something about Amy”, Peter y Bobby Farrelly, 1998) como epítome−, pero sería “Zoolander” (Stiller, 2001) la que mediría su verdadera magnitud vitriólica. Aquella vertiginosa comedia arremetía sin piedad contra la gigantesca vanidad del mundo de la moda y lo hacía apostando por el caos sin complejos y la complicidad de infinidad de cameos. Tras un largo hiato, “Tropic thunder: ¡Una guerra muy perra!” (“Tropic thunder”, 2008) confirmó que la versión de Stiller tras la cámara ejercía de francotirador de egos, en esta ocasión contra el mismo Hollywood y la aparatosa construcción de sus mitos.

Aquellos dos trabajos apuntaban a un prometedor futuro como cineasta de sátiras salvajes, que encontró su excepción en el retrato más emocional y soñador de sí mismo en “La vida secreta de Walter Mitty” (“The secret life of Walter Mitty”, Stiller, 2013). Así pues, “Zoolander 2” era ese título llamado a determinar la continuidad de esa enérgica identidad que quedó en suspenso ocho años atrás. Y lo cierto es que esta secuela se plantea como un órdago a la grande que trata de multiplicar los efectos de su precedente. Es decir, más grande, chiflada y contundente que aquella. La película comienza arrollando con el peso del tiempo como factor aplastante que desubica a sus protagonistas. Durante su primera mitad, parece buscar su inspiración en esa crisis personal de Zoolander (Stiller) y Hansel (Owen Wilson) con la paternidad como telón de fondo, y se entretiene jugando a ser alternativa loca a la saga James Bond o a las rocambolescas ficciones de Dan Brown. Esa potencia creativa, ciertamente, mantiene el tipo frente a la primera entrega, pero pronto da muestras de debilitamiento para acabar dando prioridad a la repetición de esquemas. Para entonces, la cinta vive ya de fogonazos de espontánea locura que se deben en buena parte al carisma devorador de Will Ferrell como Mugatu. Su postergada aparición llega al rescate para minimizar la sensación de “déjà vu” y redimensionar su lunático villano. En última instancia, es él quien desvela el principal problema del conjunto: arrastra en exceso el recuerdo de su referente; se debe, para intentar superarlo, a sus delirantes secundarios y cameos estelares. Nómina impresionante, por cierto, en la que destacan con luz propia un Benedict Cumberbatch inenarrable como supermodelo en el que colapsan todas las definiciones de género y una desconcertante Kristen Wiig dando el beso más histérico jamás visto en pantalla.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “La verdad duele”, de Peter Landesman.

 

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