Cine: «Una vida en tres días», de Jason Reitman

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«Una película visceral y errática, extraña en unas delimitaciones genéricas en las que su autor se adentra sin miedo»

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«Una vida en tres días»
(«Labor day», Jason Reitman, 2013)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Hay ocasiones en las que un director, preferentemente uno de futuro prometedor, hace un movimiento desconcertante que muchos se apresuran a tachar de paso equívoco. Se trata de un bache en una carrera cuya coherencia, a menudo dictada desde el lado del receptor, queda interrumpida por esa película que pasará a ser un accidente filmográfico, a menudo más sujeto a las circunstancias de la producción que al discurso personal de su realizador. Sin embargo, algunas de esas obras hablan de las alianzas entre la intuición del cineasta y su dimensión más íntima, más allá de adscripciones temáticas concretas y de expectativas que cumplir. «Una vida en tres días» es, probablemente, la película que menos cabría esperar de Jason Reitman después de la magnífica «Young adult» (2011): un melodrama a caballo entre el tono clasicista y los tópicos de sobremesa televisiva, con despertar sexual al fondo.

Y no porque Reitman disuelva, al menos del todo, las herencias caprianas que se respiraban en «Up in the air» (2009) y «Young adult», ni tampoco porque este se distancie notoriamente de sus adhesiones al «Indiewood» norteamericano, mejor identificadas en «Gracias por fumar» («Thank you for smoking», 2005) y «Juno» (2007). Si «Una vida en tres días» supone esa presunta anomalía es por su rabioso carácter personal, casi biográfico –en declaraciones del propio director– pese a partir de la novela de Joyce Maynard, que la lleva a ser una película visceral y errática, extraña en unas delimitaciones genéricas en las que su autor se adentra sin miedo. En ella hay hermosos destellos tocados de melancolía –la escena inicial en la que un hijo trata de ocupar el vacío marital mientras suena ‘I’m going home’, de Arlo Guthrie– y también forzados empujones hacia una atmósfera inestable –la abusiva intromisión de sonidos displicentes en las imágenes–, momentos en los que la cámara parece transmitir toda la sensibilidad de un contacto entre dos pieles –el rostro de Kate Winslet reposado sobre el pecho de Josh Brolin– y otros de montaje abrupto que persiguen sin mucha eficacia sombras del pasado.

Sobre ese magma irregular, siempre inconsistente, Winslet reelabora sin mucha novedad su propio arquetipo dramático, aquel que desempeñara mejor en «Revolutionary road» (Sam Mendes, 2008) y «Mildred Pierce» (Todd Haynes, HBO, 2011), y Brolin cumple sin trascender las limitaciones de un personaje más estereotipado. En un segundo plano, el adolescente encarnado por Gattlin Griffith es un borroso punto de encuentro entre los itinerarios iniciáticos-sentimentales de «Un mundo perfecto» («A perfect world», Clint Eastwood, 1993) y las incursiones pulsionales de «Stoker» (Park Chan-wook, 2013). Ese cruce de caminos, en el que lo primero acaba imponiéndose sobre lo segundo, habla de la textura valiente y a la vez fallida de una obra que nunca muere en el tedio, pero que acaba provocando una indiferencia seguramente injusta con la complejidad emocional que se adivinaba bajo sus mejores escenas.

Anterior crítica de cine: “Dallas Buyers Club”, de Jean-Marc Vallée.

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