Cine: «Un dios salvaje», de Roman Polanski

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«Polanski dinamita las normas y pautas que nos encorsetan como librepensadores, con frecuencia disfrazadas por el lenguaje: el dardo en la palabra, ya sea bajo la sutil forma del eufemismo o el insulto más lacerante»

«Un dios salvaje»
(«Carnage», Roman Polanski, 2011)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 

“¡Vivimos en Nueva York!”, escupe Penelope Longstreet. Así se desviste y condena sin rémora el personaje interpretado por Jodie Foster, demoledor aforismo con el que se tirotea la línea de flotación de la clase media norteamericana –aunque las semillas de Polanski germinan también en cualquier área de filiación eurocéntrica–.

Ahora pongámonos en el pellejo, si es que alguno de nosotros no lo estamos ya, del cultureta con conciencia, de quien tiene al director polaco entre sus referencias cinéfilas y exhibe sobre la mesita del salón sus ínfulas encuadernadas por Taschen. No te relajes, pues aquí llega Roman Polanski, molesto como un orzuelo e incómodo para el liberal más condescendiente con sus hermanos del “Tercer Mundo”.

Que el sarcasmo no nos lleve al error; mis respetos a las víctimas y a todos aquellos involucrados en el drama escolar rebautizado “bullying”. La intención que exponemos aquí se encuentra a años luz de trivializar sobre cualquier tipo de maltrato. Como es obvio que Polanski tampoco defiende la vara de avellano pues en «Un dios salvaje» apunta más lejos, nos recuerda de dónde venimos.

Seguramente nos reconozcamos en los múltiples espejos en los que se desdoblan los cuatro personajes que presentan plática en el coqueto apartamento neoyorquino (extraordinario uso del espacio; espacio que define a los personajes que lo habitan). Sí, es la misma ciudad en la que se hospedan las Naciones Unidas, entorno en el que se dan cita con retorcida predisposición e incierto talante los padres de dos chavales que han resuelto por la vía menos diplomática sus desavenencias de patio de colegio. El planteamiento no puede tener mejor punto de partida para mover el aparato ético y conductual que caracterizan las relaciones entre los que los que nos autodenominamos civilizados.

«Un dios salvaje» parte de la obra teatral de Yasmina Reza («Le dieu du Carnage») para erigirse en una película que necesariamente orienta nuestra mirada al cine de Bergman, seducido a su vez por la herencia de los dramaturgos Henrik Ibsen y Johan August Strindberg. El alcohol (al igual que en «Secretos de un matrimonio», «Scener ur ett äktenskap», 1973, Ingmar Bergman) actúa como percutor que desencadena la mala virgen. Parece que poco ha llovido desde que los autores escandinavos lanzaran sus primeros dardos contra sus coetáneos decimonónicos.

Roto el decoro surgen los comportamientos irreverentes que acaban generando situaciones absurdas, casi surrealistas, con las que Polanski dinamita las normas y pautas que nos encorsetan como librepensadores, con frecuencia disfrazadas por el lenguaje: el dardo en la palabra, ya sea bajo la sutil forma del eufemismo o el insulto más lacerante cuando el impulso animal rompe las cadenas.

Como todo el mundo sabe, la ecuación buenos actores/buenas películas no siempre se valida. Sin embargo con Polanski la fórmula mejora; Kate Winslet, Christoph Waltz (impecable pero en un registro que puede convertirse en constante), Jodie Foster (un pelín histriónica, aunque exigida por el papel) y John C. Reilly despliegan un virtuosismo interpretativo sublime que solo se logra sobre las tablas de un escenario.

Sin embargo la diferencia con el teatro es Polanski con mayúsculas. Formalmente se establecen continuados juegos multiescalares que, junto con la interacción de los actores y sus movimientos en el plano (convergencias y divergencias), trasladan visualmente la energía de los diálogos. Se alcanza una plena armonía del desarrollo de la acción en función de la escala y la composición; los extremismos se polarizan cada vez más y las alianzas se afianzan con fuerza a través de la coreografía que Polanski plantea en el «living room».

La riqueza que encierra «Un dios salvaje» es tal que pide a gritos repetidos visionados para poder saborear los distintos niveles discursivos que ofrece: del papel supraprotector de los padres a la familia por extensión; de la vida en pareja a la discusión de género; del compromiso sociolaboral a las frustraciones individuales de corte existencialista… Y continuar hasta el infinito.

Anterior entrega de cine: “London Boulevard”, de William Monahan.

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