«Se cae abajo todo el edificio por mucho que valoremos el gran trabajo interpretativo de Tilda Swinton remando contra una comunidad hostil que condena la irracionalidad»
«Tenemos que hablar de Kevin»
(«We need to talk about Kevin». Lynne Ramsay, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Los vericuetos por los que se extravía la perturbada mente del fenotípico asesino en serie quinceañero se revisten con el éxtasis electromagnético de un indigesto consumo de determinados productos mediáticos. Para muchos tiene que ser eso. Desde aquí deseamos la más próspera de las nominaciones para el TP de oro del año que viene a los cauces por los que fluyen torrencialmente los excrementos del animalario televisivo (no nos viene a mano ningún ejemplo). Nuestro eterno agradecimiento a esa tele-prensa informativa azafranada de comunicadores y dorados reporteros que gustan depositar en nuestros receptores neuronales la simiente de la adormidera; estupefaciente con el que toda sociedad clasificada como civilizada cae embelesada o por el contrario horrorizada por un incontrolable pánico (no hay droga sino dosis cuando ésta la administra Piqueras, como apuntaba Paracelso).
Con «Tenemos que hablar de Kevin» se resucitan una vez más las marcianas crónicas divulgadas por todo telediario serio que se precie para argumentar, en ese afán por fortalecer los procesos de autoexculpación que requiere el ciudadano feliz, cualquier psicótica desviación que termine en tragedia catódica. Las elucubraciones de M. P. Junior en Antena 3 sostenían estas líneas al mostrarnos el perfil psicológico del asesino de la katana made in Spain como resultado de un incontrolable vicio al videojuego. Ni Antonio López hubiera pintado un alter ego tan hiperrealista extraído del código fuente de «Final fantasy».
La directora británica Lynne Ramsay renuncia a las estimables cuotas de frescura y naturalidad narrativa de su anterior «El viaje de Morvern» («Morvern callar», 2002) para enfrascarse en la adaptación de la polémica novela de Lionel Shriver («Tenemos que hablar de Kevin», 2005, Anagrama). El reto no era fácil tampoco; abordar la figura del homicida adolescente desde la perspectiva del prócer, concretamente la madre, ascendente germinal del epicentro de las más exóticas masacres de instituto en las dos últimas décadas.
Con «Elephant» (Gus Van Sant, 2003) ya quedaron sellados de forma impecable gran parte de los procesos que mueven a estos individuos a descargar su ira contra la sociedad: la inadaptación e incomprensión se funden en el desarrollo del carisma del sociópata en la pubertad. Sin embargo Lynne Ramsay comete el grave error (intuimos ya presente en la novela) de repartir perjuicios gratuitos; sin más reflexiones que las que nos introducen al sufrimiento de la madre fundamentado en una desconexión materno-filial de origen prácticamente desconocido. La secuencia en que Eva Khatchadourian (Tilda Swinton , asumiendo el digno rol de madre del poseído Kevin) sorprende al chicuelo jugando a las maquinitas con el padre (interpretado por el convidado de piedra John C. Reilly) parece salida del «teaser» más casero de la FAES. Para troncharse si no estuviéramos ante asunto tan delicado.
Partiendo de esta negligencia acusatoria se cae abajo todo el edificio por mucho que valoremos el gran trabajo interpretativo de Tilda Swinton remando contra una comunidad hostil que condena la irracionalidad.
Desde el comienzo tenemos la impresión de sentarnos ante una película diferente; y bien, ante una manera diferente de contar las cosas, desde el tangencial punto de vista que nos proporciona Eva Khatchadourian. Este esperanzador arranque despliega detalles en forma de meritorios planos insertos cuya funcionalidad posibilita aprehender la realidad tal y como la percibe el personaje, explorando la naturaleza de un ser sensible que renuncia a su vida al formar una familia y engendrar la semilla del diablo (que más que un diablillo habría que tomárselo como un Macaulay Culkin encabronado, percutor de las más absurdas y reiterativas putadas).
Los arabescos visuales y la dosificación de información mediante la conceptualización de ideas no tardarán en convertirse en principales adornos disuasorios con los que entorpecer la narración; recursos estéticos como muleta sistemática con la que sortear carencias narrativas. El abuso de ingredientes simbólicos (color rojo como amenaza constante, «La Tomatina» como metáfora) y gramaticales que señalaban de forma indirecta la necesidad de escapar en todas sus acepciones inclinan la narración por un estilo esteticista que deforma esperpénticamente el resto del cuerpo fílmico. La pérdida de interés se confirma con el tono mantenido de personajes que no ofrecen ninguna evolución a lo largo de la película. Los puntos de cambio brillan por su ausencia.
De lo mejor, el uso del sonido y los sistemas sonoros que, combinados con un excelente sentido del montaje, constituyen elementos que articulan la expresividad y el dramatismo en momentos esenciales (cuando Kevin es detenido tras cometer exterminio, la fuente sonora confunde el abucheo por una aclamación que sugiere, bajo los focos de los medios, la dilapidadora alegoría que debería resumir el porqué de la autoría criminal).
A pesar de los esfuerzos formales y estilísticos, «Tenemos que hablar de Kevin» se enreda en una narrativa dispersa, tediosa y superficial, a medio camino entre la inmersión poética de Gus Van Sant y «Daniel el Travieso».