“La verdadera inteligencia de la película es situarlo en los momentos previos a tres lanzamientos clave en su carrera que condensan el mito de Jobs: el hombre de pie, a oscuras, en un escenario en el que cientos de personas le contemplan como a una especie de semidiós, ansiosos por adquirir el último juguete surgido de su mente creadora”
“Steve Jobs”
Danny Boyle, 2015
Texto: HÉCTOR GÓMEZ.
En octubre de 2011, la prematura muerte de Steve Jobs supuso un impacto a nivel global y automáticamente tuvo como consecuencia que su figura abandonara lo terrenal y casi adquiriera el estatus de leyenda. Es, en definitiva, el signo de los tiempos que vivimos, en los que los nuevos héroes son aquellos personajes capaces de llenar el vacío existencial que nos acucia con tecnología y gadgets que, aunque nos faciliten las cosas en muchos sentidos, a la postre lo que realmente consiguen es aletargarnos, alienarnos y encerrarnos en una burbuja de insatisfacción que la maquinaria capitalista se encarga de alimentar continuamente.
Pero más allá de estas consideraciones, es indiscutible que el personaje de Jobs (o, al menos, los elementos de su vida que configuran su leyenda) tenía todos los ingredientes para ser carne de celuloide: hombre hecho a sí mismo que, desde la modestia de un garaje, con pocos medios pero mucha visión de futuro, fue capaz de crear los objetos que cambiarían para siempre la manera de relacionarnos con los ordenadores personales y, de paso, la escala de necesidades de millones de personas en todo el mundo. Por eso se entiende que en los últimos años hayan proliferado libros, biografías, programas de televisión, documentales (“Steve Jobs: The man in the machine”, Alex Gibney, 2015) y películas de ficción que, en definitiva, perpetúan la idea del genio creador como combustible de una carrera que le encumbra como uno de los personajes clave del siglo XX.
Sin ir más lejos, a finales de 2013 pudimos ver el film “Jobs” (Joshua Michael Stern, 2013), que más allá de la perfecta caracterización de Ashton Kutcher, no dejaba de ser un relato convencional y lleno de clichés del proceso de ascenso-caída-redención-ascenso-mito tantas veces trillado por el cine. Por este motivo, quien quiera acercarse a la película “Steve Jobs” (Danny Boyle, 2015) con el título anterior en la cabeza se sentirá algo descolocado y, por suerte, gratamente sorprendido. En un proyecto con el que se han relacionado tantos nombres (Christopher Nolan, Christian Bale, Leonardo Di Caprio) parece que lo de menos es el director, un Danny Boyle que, a excepción de algunos movimientos y angulaciones demasiado arbitrarias, se muestra más contenido que de costumbre y parece dejar el show en manos del verdadero protagonista: Aaron Sorkin.
El creador de algunas de las mejores ficciones televisivas de los últimos años (“El Ala Oeste de la Casa Blanca”, “The newsroom”) ya había trazado con el guión de “La red social” (David Fincher, 2010) las líneas maestras de su visión sobre este tipo de nuevos héroes de la generación “social media”. Como ya hiciera con Mark Zuckerberg, el Steve Jobs de Sorkin es un personaje con más sombras que luces, narcisista, histriónico, megalómano y a ratos insoportable. La verdadera inteligencia de la película es situarlo en los momentos previos a tres lanzamientos clave en su carrera (MacIntosh en 1984, NeXT en 1988, iMac en 1998), tres situaciones que condensan el mito de Jobs: el hombre de pie, a oscuras, en un escenario en el que cientos de personas le contemplan como a una especie de semidiós, ansiosos por adquirir el último juguete surgido de su mente creadora.
Presentada casi como una pieza de cámara en tres actos, “Steve Jobs” se sostiene sobre la presencia repetida de personajes clave que gravitan en torno a la estrella de la función, cuyas relaciones se van viendo alteradas por el peso de los años y las circunstancias. Una fórmula que permite el lucimiento habitual de los (maravillosos) diálogos escritos por Sorkin y, cómo no, de unos actores (Michael Fassbender, Kate Winslet) en estado de gracia. El plano final de la película, a cámara lenta y subrayado por la música, es la síntesis perfecta de lo que la película consigue: un viaje de dos horas a las entrañas de un hombre singular, pero, sobre todo, un espejo de lo que somos como sociedad.
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Anterior crítica de cine: “El desafío”, de Robert Zemeckis.