Cine: «Solo Dios perdona», de Nicolas Winding Refn

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«Queda el espacio anímico que media entre una luz de neón de un burdel tailandés y un estado mental, aquel al que pertenecen unos personajes que deambulan en escenarios desnaturalizados y eventuales estallidos de violencia»

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«Solo Dios perdona»
(«Only God forgives», Nicolas Winding Refn, 2013)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Como espectadores (y por extensión, como críticos, y viceversa) nos hallamos en la imposibilidad de escapar a un heredada relación con la imagen marcada por la tradición de los modos de representación. Pero si, por un momento, pudiéramos escaparnos de ese espectador/crítico y dar unos pasos más allá cual «doppelgänger» descarriado de nuestro cuerpo, nos sentaríamos a observarle fascinados: le veríamos esperar y sorprenderse, romper y renovar sus expectativas para adaptar aquello que está viendo a lo que se supone que debería estar viendo.

Si tomamos esa posición y nos desgajamos de esa parte que se regla por las expectativas de lo que debe marcar el valor intrínseco de una narrativa, la cualidad simbólica de una imagen o el montaje como estructura motora de significado, estaremos preparados para volver a (intentar) entender la naturaleza del cine. Dejaremos de creer en el imperativo de una historia con inicio, nudo y final y abandonaremos en el empeño de escrutar la sintaxis en cada plano. Y entonces podremos creer en las virtudes de «Solo Dios perdona», una película que ha decidido destruir toda configuración presupuesta de la ficción. Que, de hecho, la ha violado brutalmente y tirado a una zanja. Sería muy fácil desdeñar la obra desde el prisma del artificio, si no fuera porque Nicolas Winding Refn ha hecho de este su bandera para llevar la imagen cinematográfica a pantanos rara vez visitados por el cine. Su último trabajo pertenece al reino de lo sensorial: la cámara ha prescindido no solo de casi cualquier trazo de narración, sino también de cualquier imposición ética de la representación; en su lugar, queda el espacio anímico que media entre una luz de neón de un burdel tailandés y un estado mental, aquel al que pertenecen unos personajes que deambulan en escenarios desnaturalizados y eventuales estallidos de violencia.

Y es así, como en una pesadilla apelmazada concebida por un Gaspar Noé intoxicado, que «Solo Dios perdona» lleva a cabo un acto insólito: un ejercicio de barroquismo extremo construido desde la nada. Porque no hay más que un espacio-tiempo adulterado hasta el vómito, a excepción de un ojo buñueliano que recuerda, si acaso, el único credo que vale para Winding Refn: agrede la mirada, siempre. Todo lo demás es promiscuidad y prostitución, hinchada de un insolente vacío, pero hipnótica de principio a fin.

Anterior crítica de cine: “Insidious: Capítulo 2″ (James Wan, 2013).

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