Cine: «Siempre feliz», de Anne Sewitsky

Autor:

«Resuelve diferentes encuentros y desencuentros con un tratamiento prácticamente aséptico, acercando el tono a una discreta comicidad»

«Siempre feliz»
(«Sykt lykkelig», Anne Sewitsky, 2010)

 

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.
 

 

La crisis conyugal aporta al trasunto fílmico un jugoso componente con el que tejer situaciones límite confinando a los personajes a una agonía existencial de grandes posibilidades polisémicas. Los vientos que sopla Cupido desde el cielo, tan pronto extinguen la débil llama del amor que reside en monogamia como avivan la pasión con la que arde su volátil contrato firmado en la tierra. Así parece funcionar el algoritmo de la fidelidad, replicando a esta fugacidad impredeciblemente, como un parte meteorológico, mudable como la camisa de un ofidio o la percha de Rosa de España.

Se da el caso en que una pareja (la inclinación sexual de sus diferentes elementos no alteran el producto) se sitúa ante el espejo de sus miserias cuando se presenta la equidistante adyacencia de otra pareja de similar estructura química. Las equiparaciones parten de lúbricos presupuestos, simples estimaciones que miden la media de polvos para calibrar el estado de salud de cualquier enlace, resultado de la división de la sumatoria anual entre 365. Si el valor obtenido es igual a 0 por ambos consortes (con los años bisiestos la cifra es igual de funesta), se produce una rima armoniosa y consoladora. Si se llega a dispares conclusiones estalla la bomba del agravio comparativo.

Un buen ejemplo de la trashumancia del entusiasmo en las relaciones afectivas nos lo proporciona «Siempre feliz», de la directora noruega Anne Sewitsky. Su película, galardonada por el jurado de Sundance en el año 2011, resuelve diferentes encuentros y desencuentros con un tratamiento prácticamente aséptico, acercando el tono a una discreta comicidad, voluntad que se agradece en temáticas que con frecuencia agotan la paciencia de quien huye del melodrama apocalíptico en conflictos que responden a sencillas explicaciones antropológicas. Que sí, que es verdad, que hay que estar en el ajo para saber lo que se sufre; pero qué coño, visto desde fuera esta penitencia solo cobraría sentido bajo los renglones de Corín Tellado mofándose del carnal espíritu de un real visceralista.

Anne Sewitsky inscribe su historia aprovechándose de los distintos significados que se desprenden del gélido medio en el que cohabitan sus personajes, desarrollando los distintos episodios en torno al tiempo atmosférico, maniobrando con la planificación argumental, posibilitando la concepción escénica de diferentes secuencias plegándose al espacio y a la iluminación que brinda la latitud.

La banda sonora, recurso que ahonda en el dolor en los picos del guion de cintas que circulan por los mismos senderos, se reduce a señalar incidentalmente los puntos de cambio en su justa medida. En este sentido, caben reseñar en «Siempre feliz» las disociaciones que se producen a modo de insertos, utilizadas como signos de puntuación gramatical, para cerrar o dar paso a distintos actos, para subrayar una idea de la secuencia inmediatamente anterior o bien voltearla. Nos referimos a la inscripción en el texto del coro, pieza narrativa extradiegética que ofrece un respiro al espectador. También es verdad que abusa de esta solución.

El meritorio esfuerzo formal se prolonga convenientemente con el uso de las composiciones al servicio del drama, e incluso con la incorporación de elementos que suelen tener una incidencia marginal en relatos de esta categoría, como la instrumentalización del vestuario, que en consonancia con la personalidad de los actantes obedece a una sintonía que permite adivinar un concienciado trabajo de interrelaciones entre distintos elementos del lenguaje cinematográfico, siempre huyendo de la estridencia visual.

Sin embargo, el verdadero sustento de «Siempre feliz» viene arropado por la credibilidad interpretativa, mímesis cualitativa derivada del universo escénico, a todas luces heredera de los dramaturgos escandinavos Ibsen o Strindberg. El drama naturalista ha proyectado su continuidad en el cine con Dreyer y Bergman, así que suponemos una inevitable fijación por establecer líneas de conexión de afinidades culturales. Ciertamente los tiempos han cambiado, el contexto social ha dejado atrás parte de la represión que amputaba la expresión más pura de los sentimientos en la cáustica sociedad burguesa del XIX. Las variantes sin embargo no impiden mostrar el agotamiento y la infelicidad de la convivencia trasvasada a microhistorias ubicadas en la contemporaneidad.

Poco más queda decir de una aceptable cinta que explota los pocos giros que aloja en su discurso (la línea argumental paralela protagonizada por los retoños de las parejas está sujeta por los pelos). La sencillez de guion queda justificada con una acertada dirección, aunque quizá estas valoraciones no sean suficientes para recordarla a medio plazo.

Anterior entrega de cine: “Lebanon”, de Samuel Maoz.

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