Cine: «A propósito de Llewyn Davis», de Joel y Ethan Coen

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«Ese viaje siempre triste y hermoso está salpicado de pequeñas victorias, canciones que interpreta Oscar Isaac con delicada emoción para resguardarse de la tempestad que le espera a la salida»

 

«A propósito de Llewyn Davis»
(«Inside Llewyn Davis», Joel y Ethan Coen, 2013)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Hay en la filmografía de los hermanos Coen una fascinación imbatible por el fracaso y sus protagonistas, los pequeños y los grandes. Para Joel y Ethan, el perdedor tiene un aura que merece, amén de unas cuantas risas muy serias, algo de justicia poética. Claro que el fracaso no sirve siempre al mismo propósito: en «Barton Fink» (1991), era el caprichoso infierno de la inspiración colisionando con las exigencias de la industria; en «Quemar después de leer» («Burn after reading», 2008), señalaba al absurdo de la comedia humana; y en «No es país para viejos» («No country for old men», 2007), era la derrota ante el tiempo y un mundo ya sin esperanza. En «A propósito de Llewyn Davis», esa justicia poética encuentra la que es quizá una de las manifestaciones más nítidas de su cine, en el viaje a ninguna parte de un músico que, en la escena folk del Greenwich Village de principios de la década de los sesenta, lucha contra el frío y el hambre por dar a conocer su guitarra y su voz.

En palabras de los hermanos, ese músico ficticio que responde al nombre de Llewyn Davis encuentra su inspiración en el Dave Van Ronk admirado por Bob Dylan. En la imaginada paliza a Van Ronk en un oscuro callejón en la parte trasera del Gaslight Café mientras dentro nace un mito, se encuentra el principio y fin de innumerables mitos caídos, de los muchos posibles genios cuyos acordes perecieron en odiseas particulares. La de Llewyn Davis, representante de todo el talento frustrado, de esa cara B ahogada en las circunstancias, vuelve a tener esas asociaciones homéricas que los directores ya propusieran en su «O Brother!» («O brother, where art thou?», 2000), también bajo supervisión musical de T-Bone Burnett. Si allí los pasajes de «La Odisea» encontraban su equivalente en paisajes sureños poblados de personajes enfáticos y gestos cartoon, aquí son las pálidas y frías calles de Greenwich el escenario de una travesía en la adversidad, condenada a repetir lugares y rendiciones, metafóricamente proyectada en un gato perdido y encontrado una y otra vez, el único que al final volverá a casa.

En esa repetición, los Coen invocan a sus secundarios excéntricos –esa pareja insólita formada por John Goodman y Garrett Hedlund en un ensayo de road movie– y maduran todavía más su comedia forjada en la fatalidad, aquí tocada de una versión más suavizada del desencanto trágico que respiraba «Un tipo serio» («A serious man», 2009). Sin embargo, ese viaje siempre triste y hermoso está salpicado de pequeñas victorias, canciones que interpreta Oscar Isaac con delicada emoción para resguardarse de la tempestad que le espera a la salida. En cada una de ellas, Llewyn Davis canta para abstraerse y vencer lejos de la incomprensión, los monstruos y lo demás. Y es ese pequeño escalofrío en medio de una balada el que para ese Ulises derrotado equivale a encontrar un rumbo en la nada. Triunfos pequeños, pero contundentes, que se rebelan contra la lógica circular de un fracaso que, como sugiere la redundancia final, sucede sin que el tiempo haga justicia a las personales odiseas que le corresponden.

Anterior crítica de cine: “Nymphomaniac. Volumen 1″, de Lars von Trier.

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