«Desde el sencillo, honesto y esclarecedor trazo de un rotulador carioca pinta los colores con los que un irregular devuelve la alegría al colegio al que llega como sustituto tras el suicidio de una de las profesoras»
«Profesor Lazhar»
(«Monsieur Lazhar», Philippe Falardeau, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
¡Ay de aquél –y dichoso– que se asome al patio del colegio ensimismado por el placer de observar (la Interpol puede sustituir ambos verbos por “estudiar”) el microuniverso de la infancia!
Esta exhortación, o mejor dicho, esta alegórica advertencia, bien pudiera haberla firmado algún Isaías, Mateo, o cualquier otro majadero ávido de grandilocuentes profecías, parábolas o sentencias absolutas con las que amonestar al incauto durante siglos. No obstante, y muy a mi pesar (no busco equipararme con iluminados), reconozco mi firma bíblica en este testamento con el que espero no acabar en los cuarenta principales o el álbum de fotos de presuntos implicados en pederastia –tampoco vamos a dar muchas ideas a quienes tienen que ganarse el sueldo con cuatro neuronas–.
En «Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis», Sigmund Freud daba, desde el campo de la psicología, un reconocido paso en los esfuerzos por abrir la senda a las explicaciones ontológicas con las que intentar cerrar interrogantes –en la medida que esto es posible– sobre las motivaciones que empujan al hombre a la búsqueda de un refuerzo parental de orden divino. En fin, eran otros tiempos, y Freud, observando los comportamientos y relaciones que se establecen entre las distintas etapas de la formación del hombre, descubrió una posible justificación en la voluntad de engendrar un dios cualquiera con el que dar respuesta a “exigencias éticas” de mayor calado:
“El mismo padre (la instancia parental), que ha dado la vida al niño y le ha protegido de los peligros de la misma, le enseñó lo que debía hacer y lo que no debía, le indicó la necesidad de someterse a ciertas restricciones de sus deseos instintivos y le hizo saber qué consideraciones debía guardar a padres y hermanos si quería llegar a ser un miembro tolerado y bien visto del círculo familiar y luego de círculos más amplios. Por medio de un sistema de premios amorosos y castigos, el niño es educado en el conocimiento de sus deberes sociales y se le enseña que la seguridad de su vida depende de que los padres, y luego los demás, le quieran y puedan creer en su amor hacia ellos. Todas estas circunstancias las integra luego el hombre, sin modificaciones, en la religión. Las prohibiciones y las exigencias de los padres perviven como conciencia moral en su fuero interno; con ayuda del mismo sistema de premio y castigo gobierna Dios el mundo de los humanos; del cumplimiento de las exigencias éticas depende qué medida de protección y de felicidad sea otorgada al individuo; en el amor a Dios y en la consciencia de ser amado por Él se funda la seguridad con la que el individuo se acoraza contra los peligros que le amenazan por parte del mundo exterior y del de sus congéneres. Por último, el individuo se ha asegurado, con la oración, una influencia directa sobre la voluntad divina y, con ella, una participación en la omnipotencia divina”.
Acojonante. Si sustituimos “religión” por “cultura” no nos queda ningún resto en la operación que establece la pizarra de «Profesor Lazhar». Además le meto un relleno a esta sección semanal que me viene que ni pintado.
Pues sí. Somos partidarios de dar bofetones y collejas a quien no quiere ver, que no es otro que el adulto. Pero bofetones a dos manos, porque hay argumentos desde otros campos que ayudan también a dar sentido al surreal proteccionismo que enmohece la moralidad de muchos de los padres de hoy en día.
«Profesor Lazhar» nos indica que estas disposiciones han calado hondo y a nivel generalista en la conciencia canadiense a lo largo de los años, ¿solo en Canadá?; malinterpretándose conceptos e hiperbolizando reglas para huir de la violencia en todas sus formas, quizá oponiéndose al explosivo vecino de al lado.
Philippe Falardeau da buena cuenta al verdadero perfil de los Terrence y Philip de carne y hueso desde un personaje tan periférico a la sociedad canadiense como lo es Bachir Lazhar (Mohamed Fellag), refugiado político que huye de la denotativa represión argelina para acabar en la connotativa y sutil represión del país norteamericano.
«Profesor Lazhar», desde el sencillo, honesto y esclarecedor trazo de un rotulador carioca pinta los colores con los que un irregular devuelve la alegría al colegio al que llega como sustituto tras el suicidio de una de las profesoras. La confrontación de miradas de diferente origen cultural sobre la educación ayudan a superar no solo un trauma mayúsculo, sino a repeler el opaco pasado de un personaje.
No hay mala leche ni dedos acusadores, sino diligencia reflexiva y constructiva sobre problemas de nuestro tiempo con una historia-contenedor de múltiples lecturas, con un trabajo actoral sin fisuras desde el personaje central hasta los secundarios de la última fila de la clase. No vamos a contar más. Muy buena película y muy recomendable.
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