«Documental que saca a la luz y examina la plasticodependencia de la sociedad de consumo; fenómeno paradigmático del aberrante sistema económico al que estamos abducidos»
«Plastic planet»
(«Plastic planet», Werner Boote, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Cinco meses pueden ser una eternidad que con diligente imaginación se consigue amenizar. Ya me disponía a encontrar una sustituto a la partida a priori temporal (…) de mi pareja sentimental, a desempolvar mi subrepticia pero fiel compañera neumática (castizo vestigio de otra loca despedida, pero válida en su finalidad). Arrimóse el sugerente pitorro a mis labios, determinado a sacarme los pulmones por su válvula. Súbitamente, una vacilación de ascendencia medioambiental (que no decorosa) frenó mis impulsos. Ante tan obscena represión no logré contener mis instintos caninos y de un mordisco rabioso me llevé a la boca un trozo de mamella.
Con el cacho de teta artificial entre los dientes, doy paso a la película causante de tan funesto desenlace: «Plastic planet».
Se estrena en España el documental firmado por el vienés Werner Boote, «Plastic planet»; film que saca a la luz, y lo que es más importante, examina con la puesta en escena de una metodología fílmica intertextual, la plasticodependencia de la sociedad de consumo; fenómeno paradigmático del aberrante sistema económico al que estamos abducidos y en el que se funden los intereses de distintos segmentos industriales del «laissez faire» salvaguardado por los títeres que nos gobiernan. Elegidos por la ciudadanía sí, gracias a la bellaquería de sus mentiras, cada vez más descaradas e infames. Hay que decirlo más. Así que saquemos a la plaza de EFE EME la guillotina para afilar el lapicero (el otro lapicero ya me lo he afilado en el párrafo de arriba) y ponerlos a caer de un burro.
La impronta de Michael Moore en el cine y la televisión («Roger & me», 1989; «Bowling for Columbine», 2002 y «Fahrenheit 9/11», 2004) ha dejado un elenco de estilemas que podemos resumir en modos de proceder, en una particular y alternativa forma de aproximarse a la realidad como respuesta a la ineluctable, manipulada y falsificada expresión informativa que ha dominado el mainstream televisivo –salvo extraordinarias excepciones– a lo largo de su catódica vida. Bien es cierto que con la proliferación de canales ha aumentado la oferta cualitativamente (no hay que buscar aquí ley de causalidad) con una sorprendente multiplicación de productos que a menudo mejoran (hablamos de «entertainment») aquello que nos ofrece la gran pantalla. En cuanto a pluralidad informativa y libertad de prensa –la de verdad, no la que promueven los conglomerados generalistas–, aún estamos a años luz de encontrar verdadero pedigrí en propuestas que no respondan a enfoques arbitrarios y tendenciosos. Pero esa es otra historia.
Michael Moore tampoco se salva de los mecanismos panfletarios con los que colectar audiencia ni de la caída por el seductor tobogán del escándalo y el efectismo más partidista («Fahrenheit 9/11»). Víctima o ventajista de las sinergias intermediales, el señor Moore ha sido fagotizado por el dominante y ecléctico estómago del universo televisivo. En cierta manera nunca renunció a él, pero sus primeras películas sí que gozan de una independencia profanada en los últimos años por la mercadotecnia y el divismo interestatal que orbitan alrededor de sus trabajos.
En fin, era inevitable hablar de Moore cuando nos referimos a casi cualquier documental de denuncia en la contemporaneidad. «Plastic planet» no es una excepción. El método lleva la firma del director estadounidense. Vamos a sondear la forma, ya que el jugoso e interesante contenido obliga a ir al cine para beber lo que nos propone para después salir espantados de los atropellos a los que nos someten las multinacionales. No se preocupen, en dos días volverán a poner el morro en una botella de plástico. Pronto pasa el susto. Eso es lo cojonudo del ser humano.
Con Herzog como tímida cita, «Plastic planet» comienza sobrevolando unas montañas vírgenes, espacios poblados de espesos bosques, protegidos por una indescifrable bruma mientras una voz solemne y severa (así es el alemán) nos introduce en el resto del metraje (no sin antes tragar con unos terribles títulos de crédito que refrendan la intermitencia de la unidad estética y tonal). Este movimiento de apertura de carácter operístico –Herzog de nuevo– subraya la idea del espacio donde se asientan los pilares del nicho ecológico en el que campa a lo largo y ancho nuestro inconsciente protagonista: el homo sapiens sapiens.
Como hemos apuntado anteriormente, la forma documental posibilita la herramienta investigadora clave para abordar materias de difícil cabida en televisión. Al mismo tiempo integra, pero sobre todo encuentra en el público, una mayor aceptación en la asimilación de retórica de diferente origen estético y gramatical. Resumiendo; la elaboración de un discurso complejo, derivado del puzzle intertextual e intermedial, adquiere su máxima expresión con el documental contemporáneo. Más cercano al ensayo que a la narrativa clásica que contemplamos en el cine de masas, reconstruyendo una realidad a través de la simbiosis y confrontación de elementos tan diversificados como la entrevista, la animación, el metraje anacrónico o metraje encontrado y la ficcionalización de la realidad.
Werner Boote recorre el globo del uno al otro confín, rebuscando en ese gran vertedero llamado Tierra (quizá desconociendo las potencialidad de nuestras cunetas estatales), metiéndonos en el cuerpo un miedo necesario con el que despertarnos de la pesadilla de Darwin y cambiar el rumbo del temido bajel desde el que ya divisamos el finisterre evolutivo.
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Anterior entrega de cine: “Profesor Lazhar”, de Philippe Falardeau.