«La sensación de corrección general que deja la cinta es, quizá, su mayor enemiga y la mejor constatación de su carácter olvidable»
«Philomena»
(Stephen Frears, 2013)
Texto: JORDI REVERT.
Durante prácticamente veinte años, Stephen Frears fue un realizador adscrito a la televisión británica antes de encontrar fortuna en el cine en las décadas de los ochenta y los noventa. Títulos como «Las amistades peligrosas» («Dangerous liaisons», 1988) o «Alta fidelidad» («High fidelity», 2000) dejaban claro que Frears era un director con buen olfato para las adaptaciones, mientras que otros como «Héroe por accidente» («Hero», 1992) y «La reina» («The queen», 2006) hablaban de cierta predilección por el retratismo social con suaves dosis de crítica. «Philomena», su último trabajo, encajaría perfectamente en ambas tendencias a partir de una de esas historias que uno imaginaría, desde su enunciado, como carne del drama televisivo con pocas cortapisas para lo lacrimógeno e inspiración directa del periodismo humano.
Precisamente, en una escena, el experiodista de la BBC interpretado por Steve Coogan –productor, coguionista y alma de la película– rechaza la oferta de escribir la historia de la protagonista titular alegando que ese periodismo humano no es otra cosa que periodismo barato para lectores ignorantes. Si hay una pizca de mala leche dirigida contra ese género y sus derivados televisivos, poco tarda en desvanecerse: en la secuencia siguiente, ya vemos a ese periodista escuchando el calvario emocional de una mujer que perdiera su hijo a manos de una intolerante institución católica. El resto, forma parte respetuosa de los itinerarios de la «road movie» con personajes aparentemente irreconciliables, pero que acaban encontrando su perfecta correspondencia en el otro –el hijo perdido / una mirada inocente–. Basada en la novela «El hijo perdido de Philomena Lee», de Martin Sixmith, el mayor mérito de «Philomena» es el de templar el drama personal, rebajando así toda aspiración «bigger than life» de la que pudiera ser sospechosa. En su lugar, traza una ruta por las intransigencias varias del mundo actual para desmontarlas con (aparente) humildad desde la ingenua pureza que tan bien confiere Judi Dench a su personaje.
Frears se muestra como un cineasta quizá más maduro y sensible, pero al tiempo menos arriesgado que en otras ocasiones y amparado en la red de seguridad del dramón con el pedigrí de la contención. Con ese seguro, el director inglés procede a buscar estampas de emotiva naturalidad –la espontaneidad bellísima de los gestos de los niños de la abadía–, ofrecer a su dupla principal la oportunidad de revisar sus propios tipos –los viajes al interior de uno mismo de «The trip» (Michael Winterbottom, 2010) y «Skyfall» (Sam Mendes, 2012) se concitan aquí– o articular una denuncia moderada de las prácticas inhumanas de cierta parte del catolicismo más férreo. Al final, la sensación de corrección general que deja la cinta es, quizá, su mayor enemiga y la mejor constatación de su carácter olvidable, la demostración de su escasa fuerza a la hora de gestionar identidades y emociones en ruta.
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