«Del Toro, quizá a sabiendas de que nunca podrá repetir una película así, firma una obra libérrima para lo bueno y para lo malo»
«Pacific Rim»
(Guillermo del Toro, 2013)
Texto: JORDI REVERT.
Muchos olvidan que en el origen del «kaiju eiga» –la película de monstruos japonesa–, género entregado a los placeres epidérmicos del espectador desprejuiciado, reside un hecho traumático: el lanzamiento de la bomba atómica, genocidio-símbolo que puso fin a la II Guerra Mundial, tuvo, casi una década después, su eco en la ficción en la angustia proyectada al fondo de Japón bajo el terror del monstruo («Gojira», Ishirô Honda, 1954), debut de Godzilla en la pantalla que daría pie a una gloriosa tradición de monstruos ansiosos por destruir ciudades. Frente a esa amenaza de doble lectura atómica, el robot gigante fue el antídoto mecánico para épicas descomunales que no necesitaban de severas reafirmaciones, algo que bien podía comprobarse en la diversión ligera que ofrecía cualquiera de las tambaleantes peleas de la serie «Mighty morphin Power Rangers» (1993-1996).
En tiempos de crisis monumentales, en los que la gravedad parece haberse convertido en el último asidero para el éxito del «blockbuster», la emergencia de una superproducción como «Pacific Rim» no deja de ser un raro –y plausible– acontecimiento: las resonancias históricas que se disiparan en la evolución del género reflotan aquí en la redefinición de una guerra a escala global con evidentes reverberaciones del gran conflicto del siglo XX –el Pacífico como región decisiva para el devenir de la contienda, el recuerdo espectral de Hiroshima y Nagasaki en el flashback del personaje de Rinko Kikuchi o el de los bombardeos de las estaciones de metro de Londres en la secuencia del refugio–; y, al mismo tiempo, «Pacific Rim» no deja de ser un juguete estival en el que Guillermo del Toro se desvela en su mejor versión, esta es, aquella en la que aborda sin pretensiones el reciclaje cultural y sentimental de los referentes que formaron su visión como realizador. Es en esa conciliación entre vocación lúdica y consciencia histórico-cultural que la cinta encuentra su mayor mérito, capaz de ser a la vez un fastuoso entretenimiento digital y un catálogo emocional de las bestias lovecraftianas, los gigantes metálicos y los científicos chiflados que poblaron nuestra infancia y la del mexicano.
Del Toro, quizá a sabiendas de que nunca podrá repetir una película así, firma una obra libérrima para lo bueno y para lo malo. La brillantez del espectáculo destructivo, creciente hasta el clímax en Hong Kong, o la pregnancia calculada de algunas de sus imágenes, se ven deslucidas por puntuales guiños facilones al palco o por un empeño inútil en conferir dramatismo a unos personajes en su mayoría anulados por la falta de carisma de los actores –solo contrarrestada por la presencia poderosa de Idris Elba y por una esforzada Kikuchi–. Las apariciones esporádicas de secundarios invitados como Santiago Segura o Ron Perlman son la demostración de hasta dónde llega el director con tal de calzar el chiste fácil, pero el placer de ver montañas de chatarra batiéndose contra formidables monstruos entre rascacielos debiera ser suficiente para ahogar las penas del espectador añorante de la inocencia primigenia del efugio de grandes proporciones.
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Anterior entrega de cine: “El estudiante”, de Santiago Mitre.