«Payne firma su obra más personal: una historia itinerante, hermosa y delicada»
«Nebraska»
(Alexander Payne, 2013)
Texto: JORDI REVERT.
Es mediodía de domingo en Hawthorne, Nebraska. En una casa, un grupo conformado por ancianos y algún hombre de mediana edad concentra su atención en la pantalla de un televisor, en el que se transmite un partido. La imagen, en monótono blanco y negro, los captura con la mirada perdida y enfrentados a la cámara, como si esta fuera la pantalla. La voz del narrador y los gritos del público eufórico suenan en la lejanía, apenas unidos a ese momento de cotidianeidad. Uno de los ancianos, sin apartar su mirada del televisor, entabla un lento diálogo con otro, acerca del coche que solía conducir años atrás. El primero cree recordar que se trataba de un Impala, pero el segundo le corrige, asegurando que se trataba de un Buick. Un tercero se une a la conversación preguntándole al segundo si era del 78, a lo que el otro contesta que no, que era del 79. El primero en iniciar la sosegada charla dice con seca melancolía que ya no hacen coches como aquellos, que aquellos coches duraban para siempre. Cuando el tercero le pregunta al segundo qué pasó con su Buick, este le responde: «dejó de funcionar».
La escena descrita es uno de los momentos en los que se asienta el alma taciturna de «Nebraska», uno de sus muchos planos en los que el tiempo aparece amortajado y la nostalgia apenas sobrevive en diminutos gestos. En una entrevista reciente para «The Guardian», Alexander Payne expresaba su añoranza por los tiempos del cine mudo, tiempos a los que al director le hubiera gustado pertenecer. Su última película, proyecto postergado durante casi una década, es la cristalización de ese anhelo, una «road movie» que escruta con parsimonia paisajes y vidas en busca del rastro del pasado, de la evanescente herencia de otras vidas y otros paisajes que ya perecieron. En ella, los gestos mínimos de sus personajes apuntan a esa búsqueda llena de belleza y decepción, y la cámara explora esa gestualidad aletargada –el caminar de Woody (Bruce Dern), los rostros casi petrificados en la rutina– como si mirara a las primeras personas filmadas por los Lumière. En realidad, observa personajes ya vencidos por el tiempo, como si quisiera registrarlos con ánimo de documentalista antes de que desaparezcan en el vacío infinito de una habitación abandonada o de un campo salpicado de fardos de heno. Por eso la secuencia señalada al principio de esta crítica es al tiempo tan cálida como angustiosa: el minúsculo chiste es la vía de acceso a la conciencia de que nada perdura, de la finitud de cuanto se inscribe en un espacio y un instante.
El cine de Payne parece denegar el presente, decir que todo es pasado. Y «Nebraska» traduce ese enunciado en íntima asociación con el lugar en que el realizador nació y creció, escenario de sus películas –a excepción de «Los descendientes» («The descendants», 2011)– que aquí adquiere la categoría de estado mental. En esa arqueología de la memoria efímera, en la que las imágenes son casi congeladas con la esperanza de poder aprehender lo ya perdido, firma su obra más personal: una historia itinerante, hermosa y delicada en la que un inolvidable Bruce Dern se erige como la viva imagen de la resignación y la derrota, aún así empeñada en revolverse contra su destino trivial.
En medio de ese viaje a ninguna parte, el cineasta ofrece un ejercicio de depuración de estilo, que aquí alcanza su forma más elegante. Y esa gramática personalísima, única en el cine actual, encuentra su mayor activo en lo que bien podríamos llamar el toque Payne: su capacidad para fraguar, a través de la precisión del encuadre y de los discretos ademanes de los personajes que se conjugan en este, planos en los que la comedia y el drama conviven indistinguibles, en los que la carcajada y el sobrecogimiento forman parte de la misma y reflexiva textura.
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Anterior crítica de cine: “Al encuentro de Mr. Banks”, de John Lee Hancock.