Cine: «Mil maneras de morder el polvo», de Seth MacFarlane

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«El actor y director se demuestra en plena forma, lanza guiños indiscriminados entre los que se cuentan algunos brillantes, reúne toda una colección de cameos de estrellas y hasta se atreve con un número musical con los bigotes como temática»

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«Mil maneras de morder el polvo»
(«A million ways to die in the west», Seth MacFarlane, 2014)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Si de algo no cabe duda, es de la importancia que el nombre de Seth MacFarlane ha tenido para la ficción televisiva reciente. A medio camino entre la incorrección para un público familiar de «Los Simpson» («The Simpsons», Matt Groening, 1989) y el humor deliberadamente salvaje de «South Park» (Trey Parker y Matt Stone, 1997), su serie «Padre de familia» («Family guy», 1999) abrió una veta para el humor incómodo, de tempo anárquico y temas tabúes bajo la fachada de la familia americana estándar. En 2012, Ted marcó un debut cinematográfico que sin despeinarse trasladaba las coordenadas de su comedia para conjugarlas en la de la inmadurez que había desempeñado con mejor tino la Nueva Comedia Americana de Judd Apatow y compañía.

Dos años después, MacFarlane vuelve a practicar sus chistes en otro género, en esta ocasión el del western con un ojo puesto en las «Sillas de montar calientes» («Blazing saddles», 1974) de Mel Brooks. En esa nueva transposición lo que deja claro «Mil maneras de morder el polvo» es que MacFarlane solo busca otra excusa para hacer de las suyas y no algo en especial que contar.

Vehiculando su comedia desde el papel protagonista, el actor y director se demuestra en plena forma, lanza guiños indiscriminados entre los que se cuentan algunos brillantes –impagable la escena en la que interviene Christopher Lloyd–, reúne toda una colección de cameos de estrellas y hasta se atreve con un número musical con los bigotes como temática. Ahora bien, bajo esa carcasa el relato se presenta como una colección de lugares comunes en la que el viejo Oeste es un escenario inerte y no un estado de ánimo, y en el que sus personajes son poco más que meros avatares cumpliendo de forma mecánica un guion ya conocido –el triángulo amoroso entre MacFarlane, Charlize Theron y Amanda Seyfried, un «déjà vu» demasiado acentuado–. No hay una épica del héroe ni tampoco una romántica, pero el problema, lejos de ser la seriedad con la que se tratan estos asuntos, es el escaso interés por desarrollar la parodia a un nivel más profundo, enraizado en el género. En su lugar, MacFarlane asegura un efectivo goteo de gags en cualquier caso no especialmente conscientes de la tradición del western y, en definitiva, no especialmente memorables.

Anterior crítica de cine: “El sueño de Ellis”, de James Gray.

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