«Una reflexión sobre nuestra relación con los aspectos inexplicables de nuestra existencia y relación con el mundo»
«Magia a la luz de la luna»
(«Magic in the moonlight», Woody Allen, 2014)
Texto: JORDI REVERT.
Nunca deja de ser estimulante que un cineasta con décadas a sus espaldas de cine haga poco o ningún caso en su senectud a las voces que reiteradamente le recuerdan que sus mejores obras quedan muy lejos. Esta afirmación, que ha persistido entre la crítica en la llamada etapa europea de Woody Allen sigue desde luego vigente: la idea del director de vacaciones o «tournée» turística por los encantos del viejo continente sin preocuparse ya demasiado por aquello que es capaz de ofrecer al público.
Desde el heterogéneo enfoque de la trilogía de Londres –la tragedia de densidad operística de «Match point» (2005), el «whodunit» aligerado de «Scoop» (2006), los extrarradios morales de «Cassandra’s dream» (2007)– al homenaje felliniano de «A Roma con amor» («To Rome with love», 2012) pasando por el dulce ataque a la nostalgia de «Midnight in Paris» (2011), el que esto escribe piensa que tal consideración debería ser, cuanto menos, matizada. Los últimos títulos de la filmografía del cineasta neoyorquino presentan un enriquecido mosaico de apuntes sobre el crimen y el castigo, el sentimiento turista o las luchas perpetuas entre la fantasía y la realidad. «Magia a la luz de la luna» no es una excepción. Desde los escenarios idílicos de la Provenza y la Costa Azul, Allen recrea los felices veinte para volver a las mismas intersecciones que proponía su infravalorada «Midnight in Paris»: el mundo racional, representado en el flemático ilusionista británico interpretado por Colin Firth, entra en tensión con el irracional, identificado en la jovial médium encarnada por Emma Stone. El diálogo se produce bajo una superficie ligera de comedia romántica que explota los paisajes del sur francés y descansa tanto en la impecable ambientación como en el inagotable sarcasmo del personaje de Firth. Su capacidad para incorporar los matices que llevan desde la desconfianza a la credulidad, del pesimismo patológico a un optimismo cuasi cosmológico que deberá ser revisado, es la puerta de entrada a una reflexión sobre nuestra relación con los aspectos inexplicables de nuestra existencia y relación con el mundo. En ese estrato subyacente el realizador escenifica un mordaz trayecto desde lo irracional como farsa a lo irracional como sentimiento. Y su jugada maestra es, precisamente, la de convertir en ese viaje al ser cerebral en el enamorado que acepta la duda, el inadmisible margen de imprevisibilidad en su vida.
Por supuesto, la maniobra no sería posible sin la rara pero efectiva química que desprenden Firth y Stone. Ellos posibilitan la naturalidad de esa transformación y Woody Allen dota de precisión y fluidez a una narración que pasa fugazmente ante los ojos del espectador. Su mayor conquista, sin embargo, pasa casi desapercibida, invisible: el contrapunto trágico que acecha en el relato sin confirmarse se traduce en los ecos fatales que se insinúan en el magistral plano final; una secuencia que viene a decirnos que hemos sido seducidos por la misma incertidumbre vital –pero festiva– que ya invade sin remedio al protagonista.
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Anterior crítica de cine: “Electrick children”, de Rebecca Thomas.