“Una road movie enloquecida y visceral, en la que la brutalidad y el éxtasis invaden cada plano e instalan al espectador en una montaña rusa de sensaciones epidérmicas”
“Mad Max: Furia en la carretera” (Mad Max: Fury Road)
George Miller, 2015
Texto: JORDI REVERT.
A caballo entre la década de los 70 y la de los 80, “Mad Max, salvajes de la autopista” (“Mad Max”, George Miller, 1979) y “Mad Max 2, el guerrero de la carretera” (“Mad Max: The Road Warrior”, Miller, 1981) definieron, desde sus bajos presupuestos, la creatividad indómita de su director y la inmensidad del desierto australiano, una nueva vía para el blockbuster en medio de una era de redefinición industrial de Hollywood. Ese temprano camino al que apuntaba Miller poco tenía que ver con los imperativos de la narración, sino más bien con la fe ciega en una lírica de las espectaculares imágenes de un mundo post-apocalíptico. Con el tiempo, aquellas dos primeras entregas se convirtieron en referente para todo un subgénero de cine levantado sobre la suciedad y desolación de mundos devastados, con Kevin Costner –“Waterworld” (Costner, 1995) y “Mensajero del futuro” (“The Postman”, Costner, 1997)– y Neil Marshall –“Doomsday- El día del juicio (“Doomsday”, Marshall, 2008)– entre sus muchos practicantes.
Que la llegada del digital al cine ha transformado el panorama de posibilidades del blockbuster es una realidad. De un tiempo a esta parte es una entidad multiforme y mutante, tan proclive a la saga inane como a los territorios inexplorados. Es en esta última categoría, materializada en el desierto de Namibia, donde George Miller ha abierto la caja de Pandora para liberar un cine de masas en el que la poesía se fragua en la locura: vehículos corriendo hasta estallar en llamas, hombres idos despedazados en la carretera mientras aspiran a alcanzar el Valhalla, tormentas de arena que devoran ejércitos sobre ruedas, guerreras a la fuga que lideran una revolución. En Mad Max: Furia en la carretera la furiosa artesanía de la chatarra de antaño es relevada por el frenesí del píxel, pero la esencia es la misma que encumbró al guerrero de la carretera. Poco importan aquí la fortaleza narrativa o los vericuetos del relato. Miller, coherente con el mismo espíritu que dio un golpe en la mesa casi cuatro décadas atrás, firma una road movie enloquecida y visceral, en la que la brutalidad y el éxtasis invaden cada plano e instalan al espectador en una montaña rusa de sensaciones epidérmicas. Por si fuera poco, es capaz de dar un vuelco a su propia mitología para reinventar a sus personajes. Con la mínima gestualidad, Tom Hardy carga de mudo carisma a su Max Rockantansky, pero la verdadera estrella es una Charlize Theron que hace inolvidable su Imperator Furiosa, una heroína formidable y salvaje cuyo grito de guerra es el de una saga que se reinventa hacia un futuro brillante.
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