Cine: “Los odiosos ocho”, de Quentin Tarantino

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“¿Qué es, entonces, la octava incursión de Tarantino? Probemos así: es una salvaje matrioska que descubre sus sucesivas identidades con exquisita malicia, por mero divertimento y para subrayar, de paso, la inestabilidad de los géneros”

 

 

“Los odiosos ocho” (“The hateful eight”)
Quentin Tarantino, 2015

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

De entre todos los nombres que conforman la constelación de cineastas que acaparan la atención mediática en el cine contemporáneo, el de Quentin Tarantino se ha acomodado en un lugar natural −y convenientemente− conflictivo. No es, por supuesto, el de los estériles debates en torno a la violencia en sus películas, una discusión condenada a morir desde el primer día, sino el de la definición misma de una noción de autor que en el caso del cineasta de Knoxville desafía posturas cristalinas. Entre las acusaciones de plagio y la defensa de la referencia, entre los vituperios contra el farsante y las loas al enfant terrible, Tarantino ha labrado una sólida filmografía que nunca ha abandonado ese cauce que solo resultaba incómodo para otros.

Pero a estas alturas, incluso esa conversación empieza a perder fuerza en el seno de una cinefilia que en mayor o menor medida ya le ha aceptado como ese objeto extraño e inclasificable que invita a posicionarse. Para quien esto escribe, la trayectoria del director ha demostrado que la explicitud de la referencia, incluso conjugada con carácter promiscuo, sí puede forjar una personalidad única, a pesar de que esas mismas armas puedan volverse ocasionalmente en contra –la épica lastrada de “Django desencadenado” (“Django unchained”, Tarantino, 2012)−. Y si quedaba algún asomo de duda, “Los odiosos ocho” es un ejemplo quintaesencial que además eleva esa caligrafía problemática a un estadio superior en su evolución. Lejos ya del festival desinhibido de citas intertextuales contenido en la Casa de las Hojas Azules de “Kill Bill: Vol. I” (Tarantino, 2003), la cabaña de Minnie se ofrece en su último trabajo como escenario en el que se imbrican ya no guiños –que también−, sino esencias genéricas que suman un relato fascinante en la multiplicidad de los códigos que maneja.

 

 

¿Qué es, por tanto, “Los odiosos ocho”? No es mera –que no es poco− explosión referencial. Es un viaje medido desde el western más hostil y de espacios abiertos al de cámara en apenas tres capítulos. Pero no, tampoco se queda en eso. Es casi seguro un ‘whodunnit’ bastardo, un imprevisible cruce entre Sergio Leone y Agatha Christie. Pero tampoco su definición se cierra ahí. ¿Quizá sea un diálogo retorcido entre modelos de terror de interiores, entre asfixiantes tensiones carpenterianas y explosiones grotescas propias de un Sam Raimi? También, pero no es suficiente. ¿Qué es, entonces, la octava incursión de Tarantino? Probemos así: es una salvaje matrioska que descubre sus sucesivas identidades con exquisita malicia, por mero divertimento y para subrayar, de paso, la inestabilidad de los géneros. La definición, ahora sí, podría ser satisfactoria si no fuera porque a medida avanza su paciente relato hay algo que invita a refrescar la reflexión sobre la autoría tarantiniana, esto es, la posibilidad de un ejercicio de autorreferencialidad en el que el director esté en realidad revisando su “Reservoir dogs” (1992), sin olvidarse de Michael Madsen y Tim Roth. El gesto no solo es consecuente, sino que con él el cineasta cierra plácidamente esa caja de Pandora en la que se agolpan miles de imágenes, propias y ajenas con las que formar infinitas películas soñadas. He ahí la poética en la prosa de Tarantino: la de un amor indiscriminado por el cine traduciéndose en activismo recuperador de la imagen y el formato –el rodaje en 65 mm con lentes clásicas Panavision y un aspect ratio de 2.76:1−. Una fuerza lírica que, en última instancia y apelando a la sala de cine de “Malditos bastardos” (“Inglourious basterds”, Tarantino, 2009), no tiene problemas en arrollar a la Historia y desacralizar mitos fundacionales, aquí desde una cabaña ensangrentada en la que el género ha pasado a ser lo de menos.

 

 

Anterior crítica de cine: “Joy”, de David O. Russell.

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