Cine: «La conspiración», de Robert Redford

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«Seamos clementes. Como de costumbre, son admirables las quiméricas causas de Redford a lo largo de su filmografía, siempre rectas y justas, aunque pequen de un tono cursi y excesivamente sensible»

«La conspiración»
(«The Conspirator», Robert Redford, 2010)

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

Asumamos que antes de tender la soga hay que enfrentarse a toda obra artística adoptando una perspectiva histórica que sortee la descontextualización; sin embargo, existe prácticamente la misma unanimidad en reconocer a David Wark Griffith su papel de precursor del cine moderno como en calificar de sexista y xenófoba su obra cumbre, «El nacimiento de una nación» («The birth of a Nation», 1915, D. W. Griffith).

Polémicas aparte, atribuimos al vilipendiado padre de todo esto, al señor Griffith, nada más ni nada menos que formalizar lo que Noël Burch conceptualizó como el Modo de Representación Institucional en el cine superando el primitivismo de sus dos primeras décadas. Con la reconstrucción fílmica (que no escenificación) del asesinato de Abraham Lincoln, Griffith sienta las bases del séptimo arte tal y como hoy lo conocemos.

Aprovecho para mentar a Griffith porque tiene bastante más interés que la última película de Robert Redford. Pero vayamos al grano. Como quien no quiere la cosa, Redford se pasa por el arco del triunfo una de las secuencias más bellas y majestuosas (especialmente por su ejecución) de «El nacimiento de una nación» en 33 incestuosos segundos. Cronometrado. Este acto de pillaje (que espero que no quede impune) consiste en aplicar (no sabemos si conscientemente) el método de filmación aleatorio ideado por Trier para «El jefe de todo esto» («Direktoren for det hele», 2006). Al menos esa es la impresión que causa la vulgaridad con la que retoma uno de los episodios más memorables de la historia de los Estados Unidos de América.

La precipitada y caótica introducción al discurso que propone Redford no puede dejar peor sabor de boca; su planificación sí que es de juzgado de guardia. Algunos datos: falta de rigor histórico en el desarrollo de los hechos, planos extremadamente cortos, montaje de andar por casa, encuadres ufanos que ni siquiera cumplen fines narrativos, ángulos absurdos y lo que es peor, ausencia de una necesaria progresión escalar para acabar la secuencia donde tiene que acabar. Por si fuera poco, este comienzo constituye el pistón que acciona el resto del argumento que narra el proceso judicial a los asesinos del decimosexto presidente norteamericano (esto lo he mirado en Wikipedia).

Seamos clementes. Como de costumbre, son admirables las quiméricas causas de Redford a lo largo de su filmografía, siempre rectas y justas, aunque pequen de un tono cursi y excesivamente sensiblero (para el recuerdo la batalla inicial). «La conspiración» busca confrontar anacrónicas y controvertidas posiciones éticas de personajes que sobreviven con sus principios a la alargada sombra del asesinato de Lincoln. Una estrategia que Ginzburg popularizó en «El queso y los gusanos» para interpretar la historia desde individuos periféricos. La idea no está nada mal; permite conectar, buscando hurgar en la llaga, el pasado con el presente para denunciar endémicos y arraigados males que Hobbes entendió como inherentes al ser humano. No hay que rendirse.

Pero de convertirse en un titánico naufragio «La Conspiración» se salva por los pelos. Robin Wright (Mary Surratt) está soberbia, sin miedo al primer plano, dentro del personaje en todo momento; requisito que se salta en varias ocasiones James McAvoy (Frederick Aiken) poniendo de manifiesto su falta de recorrido en papeles de cierto tonelaje. El resto del reparto, muy flojo, a pesar de contar con las aceptables interpretaciones de los veteranos Kevin Kline y Tom Wilkinson.

A nivel formal escasos elementos a reseñar. Sí que se consigue diseñar una atmósfera fidedigna con la irrupción de luz solar en los espacios cerrados. Esta arbitraria y acertada decisión ayuda a crear una pátina fotográfica que disuelve las formas en tonos pictóricos evocando misticismo y sentido histórico-victoriano a las imágenes. No ocurre lo mismo en los espacios cerrados, ilustrados con ejércitos de velas que hacen de cada plano una oda a Churriguera. Para más bemoles no son las candelas las que iluminan.

La ristra de taras se completa con el guión; falto de ritmo y carente de conflictos que hagan evolucionar la trama.

No se vayan, falta lo mejor. Tras el muermo del juicio y los tropezones de los flashbacks, al comprobar que desde hace tiempo se iluminan los rostros en el patio de butacas (la fuente de luz no proviene de la pantalla precisamente), nos topamos con un final que supera toda expectativa; expresivo ejemplo de lo que se podía haber hecho. Es entonces cuando la palabra deja paso a las imágenes, que hablan por si mismas (sí, es un tópico pero es verdad) para narrar a través de metáforas visuales (la capucha que nos coloca Redford, el paraguas y la luz), del trabajo con el color o relaciones entre ideas que pertenecen a diferentes secuencias (comparación de personajes a través de las citas en latín).

«La conspiración» suponía una excelente oportunidad con la que estructurar un enunciado crítico con la realidad más inmediata desde el drama histórico a la vez que rendir homenaje al cine. Vamos, que estaba a huevo. Quien sabe, quizás el conspirador no se llama John Wilkes Booth.

Anterior entrega de Cine: “Un método peligroso”, de David Cronenberg.

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