«Aquellos que han menospreciado el cine de Ken Loach por su permanente compromiso político, en mayor o menor grado panfletario, encontrarán en ‘Jimmy’s Hall’ la mejor respuesta posible»
«Jimmy’s Hall»
(Ken Loach, 2014)
Texto: JORDI REVERT.
Jamás ha prescindido Ken Loach de la esencia ideológica en sus películas. En connivencia con su eterno colaborador Paul Laverty, el director británico nunca ha abandonado el cariz político de sus ficciones, ya sea en busca de un realismo social a pie de calle –»Mi nombre es Joe» («My name is Joe», 1998), «Solo un beso» («Ae fond kiss…», 2004) o la reciente «La parte de los ángeles» («The angel’s share», 2012)–, en su encendido retrato de la Guerra Civil Española, en «Tierra y Libertad» («Land and freedom», 1995), o en su visión del conflicto irlandés, en «El viento que agita la cebada» («The wind that shakes the barkley», 2006). Quizá sea en esta última donde la frontalidad política se armonizaba mejor con la entidad dramática y con una más sutil galería de fricciones ideológicas entre sus personajes.
Aquellos que han menospreciado el cine de Ken Loach por su permanente compromiso político, en mayor o menor grado panfletario, encontrarán en «Jimmy’s Hall» la mejor respuesta posible. A partir del relato particular de Jimmy Gralton, líder comunista deportado a Estados Unidos en 1933, el realizador articula una de sus historias en apariencia menos pretenciosas, sobre las tensiones entre grupos protratado y antitratado en el pueblo de Limerick, Irlanda, durante los años treinta. El desencadenante dramático, quizá, es lo más significativo: un pequeño local al que acuden los locales para leer poesía, aprender a bailar, escuchar jazz o divertirse. Un espacio que el poder oficial, encarnado en la tradición eclesiástica más opresiva y el fascismo aliado con esta ven como subversión que debe ser erradicada. Las caderas oscilantes frente a las acusaciones desde el púlpito, el intercambio de ideas ante el sometimiento al mensaje único. Marcado por el eterno retorno, ese enfrentamiento bien podría ser ahistórico y por tanto, también presente: el status quo asegurándose de aplacar cualquier conato de manifestación cultural y del libre pensamiento, la moral católica como instrumento para el control férreo de todas las esferas de la vida del individuo.
Lo fácil sería decir que el Jimmy’s Hall titular ni siquiera desempeñaba una función política, que ninguna de las actividades allí desarrolladas tenía ese carácter. Pero eso sería negar la idea que subyace en esta pequeña y estimable película: toda forma de arte implica una expresión política en tanto que extensión de la libertad individual, y por tanto, supone una amenaza para los gobernantes amparados en los valores más rancios para seguir ostentando su gobierno. El filme de Loach construye este discurso con una naturalidad desarmante y preciosa, no exenta de amargura ni tampoco de alguna estridencia –el padre fascista que golpea a la hija hasta dejarla ensangrentada–, pero en definitiva mucho más compleja y reposada que las ya lejanas –y vergonzosas– exaltaciones de «Tierra y libertad». En «Jimmy’s Hall» los personajes de uno y otro lado se reconocen en la duda, en la frustración y en la amargura, y no se deben al adoctrinamiento del espectador, sino a su invitación a la reflexión política y humanística.
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Anterior crítica de cine: “Nunca es demasiado tarde”, de Uberto Pasolini.