Cine: «J. Edgar», de Clint Eastwood

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«Es inevitable plantearse qué pretensiones puede tener un realizador tan visceral como Eastwood al meterse en las turbias aguas de la política interna estadounidense. Y así, la película decepciona bastante»


«J. Edgar»
(Clint Eastwood, 2011)

 

 

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.

 

 
A estas alturas decir que Clint Eastwood es un director de finales no es descubrir la pólvora. Sus grandes películas son prodigiosas del primer al último minuto, pero si algo tienen en común la mayor parte de ellas, las mejores y las menos conseguidas, es en ofrecer unos desenlaces magistrales, en los que las historias, los conflictos, los sentimientos y hasta las piezas musicales se cierran con la delicadeza y precisión de la última vuelta de tuerca al mecanismo de un viejo reloj suizo. Y tal vez sea la nueva, «J. Edgar», uno de los mejores ejemplos de este talento, hasta el extremo de que los últimos diez minutos destilan tanta fuerza y emoción que redimen por sí solos los altibajos de los 127 anteriores.

Si aceptamos que el presidente de los Estados Unidos es –y sobre todo era– no solo el hombre más poderoso de su país, sino también de medio mundo, J. Edgar Hoover fue el único que tuvo la capacidad de desafiar a la bestia. Como fundador y director del FBI durante varias décadas, Hoover se hizo con un jugoso archivo de informes secretos sobre infidelidades, corrupción y todo tipo de actividades ilícitas o indecorosas, relativos a los hombres y mujeres más populares e influyentes del país, entre ellos, claro, ocho presidentes.

Con unos antecedentes como éstos, es inevitable plantearse qué pretensiones puede tener un realizador tan visceral como Eastwood al meterse en las turbias aguas de la política interna estadounidense. Y así, la película decepciona bastante en este sentido. Las tretas de Hoover y sus hazañas más emblemáticas son narradas de forma algo esquemática, tanto que recuerdan a aquella ingenua «FBI contra el imperio del crimen», dirigida en 1959 por Mervy LeRoy. Además, su comprensión, para no perder detalle, exige algo de cultura general básica sobre la historia de EE.UU., pues hay temas que se sugieren pero no se abordan de forma explícita (como el romance de Kennedy con la Monroe).

Por el contrario, si bien la mayor parte del metraje se dedica a la vida pública de Hoover, todo ello está al servicio de reforzar, dar sentido y complicidad a los más dispersos pero también más poderosos pasajes de su vida personal (aspecto que ya advertimos en el título, en el que se recurre a sus nombres de pila para referirse a un personaje conocido habitualmente por su apellido). La dependiente relación con su madre es uno de esos temas, tratado por Eastwood, por cierto, con más de un eco a la familia Bates de Hitchcock. Pero es desde luego el enfermizo romance autoreprimido de Hoover con su más cercano colaborador, Robert Irwin (interpretado con solvencia por Josh Hamilton), el que da sentido a toda la cinta. Y es de agradecer que el buen gusto del director se haya impuesto a la hora de tratar con suma delicadeza y respeto la leyenda sobre las tendencias del director del FBI al travestismo.

Claro que, por otro lado, tampoco debe de extrañar este planteamiento más personal de la historia. Después de todo Eastwood le encargó el guión a Dustin Lance Black, joven autor con algunos reconocidos trabajos, la mayoría de temática homosexual, como la laureada «Mi nombre es Harvey Milk». Este guión, con todo, recorre los episodios principales de la biografía del personaje, aunque por muchos de ellos pase de puntillas. Y aunque el montaje obra prodigioso a la hora de intentar dotar de ritmo y coherencia a una historia demasiado light para un metraje excesivo, por momentos no se puede evitar tener la sensación de presenciar una historia hecha a retales.

Así que estás en la sala, la película en su último tercio, pensando en todo esto, en que la cosa no acaba de cuajar. Y en que los actores –correctos la mayoría, tierna Naomi Watts, estremecedora Judi Dench como mamá Hoover, magistral DiCaprio, de Oscar con todos los méritos–, los actores, decíamos, acaban teniendo tanto látex encima que hay escenas que parecen un mal «sketch» televisivo. Y por si fuera poco, los temas más relevantes de la banda sonora, firmada como es habitual por el propia Eastwood, apenas han hecho acto de presencia a lo largo de la cinta.

Pero entonces llega el final, tres escenas a lo sumo, sobre todo esa última cena entre unos amantes que jamás llegaron a serlo. Y todo cobra sentido. Porque desaparece el peso de Hoover como personaje histórico para permitirnos asistir a un desgarrador momento de extrema intimidad entre dos hombres ancianos que nunca se han permitido expresar el amor que han compartido durante décadas. Hasta entonces. Esa escena trae a la mente de pronto aquella «Brokeback mountain» de Ang Lee, en la que se empleaban demasiado tiempo, mucho campo y bastante algodón de azúcar para transmitir lo que Eastwood logra con bastante más sobriedad.

Y en esos breves instantes llueven detalles y guiños que van rescatando y reuniendo momentos de toda la película hasta lograr que esas dos largas horas queden plegadas como un pañuelo, en unos pocos minutos, los importantes, los esenciales, los referentes al amor de un hombre al que nadie creía capaz de experimentar tal sentimiento. Y claro, entonces sí que suena lo mejor del Eastwood compositor. Magia cinematográfica en estado puro, filmada por el alumno aventajado de Huston y Ford.

«J. Edgar» es, en definitiva, un melodrama con traje de biopic político; una película correcta, con altibajos, de buena factura, muy buenas interpretaciones y una larga narración histórica que se resiente en el apartado del maquillaje y de ritmo por momentos. En manos de Oliver Stone tal vez habría salido otra ácida cinta como «Nixon», mucho más efectiva para lo que cabría esperar de una figura histórica como Hoover. La de Eastwood hace aguas en su planteamiento historicista, pero no decepciona en lo que a retrato de los personajes se refiere, y menos aún de sus almas.

Anterior entrega de cine: “Sombras del tiempo”, de Florian Gallenberger.

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