«Satisfactoria por lo apasionante de su historia pero decepcionante en su incapacidad de volar más alto»
«The imitation game (Descifrando enigma)»
(The imitation game, Morten Tyldum, 2014)
Texto: JORDI REVERT.
En medio de la irregular y olvidable «Capitán América: El soldado de invierno» (Captain America: The winter soldier, Anthony y Joe Russo, 2014), había una escena que destacaba con entidad propia. Rogers (Chris Evans) y La Viuda Negra (Scarlett Johansson) descubrían en un búnker subterráneo un superordenador que preservaba la conciencia de Arnim Zola (Toby Jones) y que les revelaba que Hydra había operado secretamente desde dentro de S.H.I.E.L.D. prácticamente desde su misma fundación. La secuencia sobresalía por su inventiva en medio de la acción rutinaria, pero sobre todo reactivaba la fascinación por el rico universo de paralelismos e intersecciones que presenta el personaje respecto a la historia del siglo XX. La existencia de esa supermáquina que proyectaba el rostro de Jones en decenas de pantallas era la de la tecnología al servicio de uno de los bandos empeñados en alcanzar la dominación mundial o en reconquistar el equilibrio perdido.
Esa lucha por una victoria tecnológica que ha de decantar la balanza del futuro de la humanidad es la que constituye «The imitation game (Descifrando enigma)». La ópera prima de Morten Tyldum se sirve como fuente de fascinación del histórico pulso entre el indescifrable código nazi y los esfuerzos a contrarreloj de Alan Turing (Benedict Cumberbatch) y de un puñado de matemáticos y criptógrafos por construir una máquina para desencriptarlo a tiempo para cambiar el rumbo de la guerra. En paralelo, la película recoge episodios de la infancia y últimos años del matemático para completar un retrato que acentúa lo problemático de su sexualidad e identidad en la Inglaterra prebélica y posbélica. El ensamblaje de esa triple línea temporal conforma un relato en apariencia impecable: uno en el que los demonios interiores del personaje no opacan el protagonismo de su gesta, en el que Benedict Cumberbatch aporta suficiente vulnerabilidad y peso a su interpretación, y con una impoluta ambientación –elegante fotografía de Óscar Faura mediante– en la que contrastan los apacibles escenarios de un pueblo del sur inglés con las grises y cruentas imágenes del frente.
Así, sobre el papel «The imitation game» debería ser la película soñada: perfecta en su piel, interesante, vibrante y hasta vindicadora. Sobre la pantalla, sin embargo, lo que revela es un Tyldum con una caligrafía excesivamente rígida –exuda corrección en cada uno de sus fotogramas– y un ojo puesto en el academicismo de manual que habría de asegurarle como mínimo unas cuantas nominaciones. Un lastre que en sus amenas dos horas de duración acaba pesando para sus aspiraciones, pues el texto nunca llega a despegar hacia lecturas más arriesgadas ni deja de conformarse con una reivindicación de la figura de Turing por las vías comunes de Hollywood –las carreras hacia el horizonte, las exaltaciones sentimentales de la banda sonora–. En último término, la sensación que deja el conjunto es extrañamente agridulce, satisfactoria por lo apasionante de su historia pero decepcionante en su incapacidad de volar más alto. Algo similar a una máquina perfectamente armada que carece de la improvisación y la posibilidad de error necesarias para la genialidad.
–