«El canon se resiente cuando lo sacude una película de tan inabarcable carga, henchida de metáforas y alegorías lo suficientemente osadas para peinarle el cabello a Clark Gable con la raya al otro lado»
«Érase una vez en Anatolia»,
(«Bir Zamanlar Anadolu’da», Nuri Bilge Ceylan, 2011)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Fronteras geopolíticas como el Bósforo, nos separan de una hermana continental de la que parten cinematografías de inagotable riqueza, con destino a occidente, en auxilio de la renovación de un lenguaje universal, que como toda forma de expresión, prefiere abrirse a la mixtura cultural como una semilla de marihuana en el mes de marzo.
El tránsito a la Unión Europea no va a ser fácil, más bien sinuoso, más bien imposible. Más bien no lo recomendamos desde nuestra torcida e inestable posición. Anatolia todavía es un crisol de contradicciones, a camino entre esto y lo otro, que es como decir de todo y no querer concretar nada. Separado por fronteras naturales más insalvables que el Bósforo, “Cojín de monja” poco gustoso para las nacaradas posaderas de Merkel.
Un sucio cristal nos enturbia la visión, nos dificulta la aprehensión de la realidad hasta que llega el cinematógrafo, y de su mano ficciona ese mundo que no vemos o que no recordamos; o que no queremos reconocer. Ahora podemos apresarlo, pues con un movimiento de cámara se nos vaticina un cambio preferible al de una “fumata blanca”, y con su travelling nos asomamos al realismo más fascinante que podríamos heredar de un sincretismo maquinado por Fellini y Antonioni. Así comienza “Érase una vez en Anatolia”, tomando un decisivo impulso desde la ortodoxia para ponerse en eterna órbita junto a las grandes obras del séptimo arte. El canon se resiente cuando lo sacude una película de tan inabarcable carga, henchida de metáforas y alegorías lo suficientemente osadas para peinarle el cabello a Clark Gable con la raya al otro lado.
La Turquía de Nuri Bilge Ceylan se desarrolla en un espacio indeterminado, en el corazón de la península asiática. En ninguna coordenada reside esta historia sobre un homicidio. “Érase una vez en Anatolia” nos marca solo un itinerario, impreciso para resolver lo insustancial, pero idóneo para mostrarnos la profundidad de todo lo demás, que es lo realmente importante, la transcripción a la pantalla del comportamiento y la cultura humana.
Un interminable plano general. El horizonte nos devuelve tres automóviles atravesando la estepa por una serpenteante carretera. Un nutrido y multidisciplinar equipo de investigadores son “guiados” por los sospechosos de un crimen que no tiene ni principio ni fin. Kenan (Firat Tanis) trata de recordar el paradero del cuerpo enterrado. En el transcurso de este peregrinaje apuntaremos el foco a la privacidad de otros personajes, escondidos tras una fachada burocrática en pleno conflicto con su persona, en total discordia con la vida del “otro”, ambivalencias llenas de luces y de sombras, tan difíciles de descodificar como de reeducar.
Entre el razonamiento lógico del doctor Cemal (Muhammet Uzuner) y el anquilosado método del fiscal Nusret (Taner Birsel), discurren individuos que se sirven del tiempo muerto entre acontecimientos para mostrarse tal y como son, descubriendo el orden social al que pertenecen, sus miedos y su ambición vital. Entre medias se dilucida otro padecimiento. Entre medias la hija del alcalde les obsequia con la gratitud de quien vive marginado o sometido. Y entre tanto una secuencia para no olvidar.
“Érase una vez en Anatolia” disecciona el pueblo turco a la luz de una poética realista, desgarrando las enfermedades de una sociedad por medio del humor negro y la confesante introspección de un cine atemporal.
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Anterior entrega de cine: “Un asunto real”, de Nikolaj Arcel.