Cine: «El fraude», de Nicholas Jarecki

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«Con independencia de si nos emociona o no la historia, arrinconando las apetencias de cada uno por determinadas materias, ‘El fraude’ es una buena película»

«El fraude»
(«Arbitrage»,  Nicholas Jarecki, 2012)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.
 

 

En ocasiones la cinefilia juega malas pasadas. Como un remolino, atrae nuestras preferencias ahogándonos de recelo hacia ofertas de corte comercial. A priori, observando los estrenos de la semana, quién sería el tarado que no acudiría al encuentro de Cronenberg («Cosmopolis», 2012). Pues tenemos una mala noticia: Cronenberg también la caga. La codificación y personificación del neoliberalismo más repugnante tienen un mejor tratamiento en la a priori comercial «El fraude» (que por cierto, vaya mierda de nombre que se le ha dado en España a la película. Una vez más). Sin pretenciosidad y con oficio, Nicholas Jarecki va al grano; con una cinta poco original pero efectiva. Vaya si lo es.

Richard Gere se doctora definitivamente. No queremos decir con esto que sea un mal actor. Al contrario, al fin obtiene un papel que le hace justicia, poniendo el motor a todo trapo en un papel digno de su talento tras mostrar un magnífico arranque con Richard Brooks («Buscando al Sr. Goodbar», «Looking for Mr. Goodbar», 1977) y Terrence Malick («Días del cielo», «Days of Heaven», 1978). De eso hace ya muchos años. Paradójicamente sus germinales trabajos le encasillaron en una titubeante trayectoria infestada de títulos para olvidar.

Como seductor no es mi tipo, pero estamos de acuerdo en que al hombre no le va mal engañando a la parienta (Susan Sarandon) con Julie (Laetitia Casta). Robert (Richard Gere) es un tío exitoso; goza de igual veneración en el círculo familiar que en la elipse de los negocios. Este dominio de la situación se rompe con el infortunado incidente en forma de accidente. No pasa nada, Robert anda sobrado de recursos. Con una frialdad propia del personaje que representa se curra una coartada casi perfecta para salvar la estabilidad de su vida social. Lo que no sabe es que no hay crimen perfecto. Siempre queda una rendija por la que se cuela una rata con placa. El detective tocacojones (Tim Roth) asoma la nariz para hacer tambalear el sistema.

Con independencia de si nos emociona o no la historia, arrinconando las apetencias de cada uno por determinadas materias, «El fraude» es una buena película. ¿Por qué defendemos esta afirmación con tanto convencimiento? Grandes logros le vamos a reconocer a la primera cinta de ficción de Nicholas Jarecki.

No nos interesa la fiabilidad. No hablamos de ejecución técnica, sino de la coherencia de la estructura formal que alberga el relato. La forma se pone al servicio del discurso sin necesidad de oprimirlo o estandarizarlo, simplemente canalizando el texto hacia una mayor expresividad por medio de las imágenes con un excepcional uso del montaje y un guion compacto. Como si fuéramos Chimo Bayo, procedamos a enumerar distintas pautas, más o menos objetivas, más o menos aleatorias, aplicando una serie de juicios que valoran la exquisitez formal:

Uno. Desde el comienzo se advierte, con rápidas transiciones por corte, a un Robert de muchas caras visto desde diferentes ángulos y escalas. Una fragmentación que vulnera la seguridad y autoestima que muestra la homilía que proclama.

Dos. Excelente iluminación. Cuesta localizar un trabajo en el que se perciba un consciente uso de la luz para construir atmósferas (la cena familiar en el primer acto; la secuencia que tiene lugar en el coche de Jimmy –el salvavidas de Robert– tras la fatal eventualidad…) y la luz como elemento dramático para ampliar significados y ofrecer segundas lecturas (la llegada de Robert al piso de Julie; la inestabilidad dramática traducida en las luces y sombras proyectadas sobre el rostro de Robert tras el accidente…).

Tres. Con la misma lógica fílmica se trabajan los espacios. Espacios que definen a los personajes (Robert en el avión respirando una atmósfera privilegiada, Robert en la limusina aislado del mundo…) y espacios que expresan sentimientos (los fondos de la secuencia en la que Robert y su hija discuten en el parque).

Cuatro. La música no diegética como recurso que permea en la imagen administrando el tono o cambio de compás dentro de una secuencia (Robert en el sepelio) o reforzando el dramatismo (la gestión del conflicto de Robert con los abogados cuando descubren una vía de escape).

Cinco. El atrezzo como elemento protagonista nuclearizando la relación de los personajes en el desarrollo de una escena explotando su simbología (la cama como objeto que separa).

Y así hasta diez. Terminamos por corte. Descúbranlo ustedes mismos que yo ya me cansé. «El fraude» se revela como meritoria alternativa, con un final a la altura del esplendoroso comienzo.

Anterior entrega de cine: “Salvajes”, de Oliver Stone.

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