«Un retrato tan divertido como sórdido de la Miami neumática de gimnasios, piscinas y batidos de proteínas, sobre el que se levanta un arquetípico relato de cine negro conducido por personajes de físico hipertrofiado y mente atrofiada»
«Dolor y dinero»
(«Pain & gain», de Michael Bay, 2013)
Texto: JORDI REVERT.
Existe en la comedia policíaca de Michael Bay el gesto de exaltar el paisaje hortera, una panorámica barroca sobre la cultura basura que identifica en la soleada Florida el escenario ideal para el exceso. La solvente «Dos policías rebeldes» («Bad boys», 1995) y la aún mejor «Dos policías rebeldes II» («Bad boys II», 2004) apuntaban esta estimulante línea de trabajo dentro de un cine de acción que, en la segunda de las mencionadas, ya alcanzaba unos niveles espectaculares en la filigrana de la «set piece». «Dolor y dinero» podría entenderse como una secuela espiritual de aquellas, en la que el acento está puesto sobre la estridencia de ese paisaje antes que sobre el diseño de ese movimiento perpetuo con el que parece comprometerse toda película de Bay. A priori, es una jugada fascinante: un retrato tan divertido como sórdido de la Miami neumática de gimnasios, piscinas y batidos de proteínas, sobre el que se levanta un arquetípico relato de cine negro conducido por personajes de físico hipertrofiado y mente atrofiada. En definitiva, un gozoso baño de vulgaridad y exceso presto a representar el lado más chabacano del sueño americano.
El resultado, sin embargo, es mucho más desalentador de lo que promete su sinopsis. Esa exploración extraordinaria que anuncia «Dolor y dinero» se diluye en la rutina pasado el primer tercio de metraje: las desventuras de tres culturistas embarcados en un gran golpe –basadas en una serie de artículos de Pete Collins para el «Miami New Times» sobre el caso real de la Sun Gym Gang– pronto circulan por terrenos conocidos, como si la capacidad de la cinta para hacer chirriar lugares comunes del género se agotara pronto para dar paso a una normalidad en la que ya no encaja. Y en esa rutina neo-noir, la película tiene poco que ofrecer más allá de escasa puntería cómica y amagos infructuosos de acción, poco como disección del lado más «trash» de la sociedad estadounidense. En una similar declaración de intenciones, la salvaje «Domino» (Tony Scott, 2005) saltaba al vacío y profundizaba, sin miedo de reinventar los hechos reales de los que partía, en esos sustratos tan seductores como urticantes. La película de Bay, en cambio, prefiere ponerse límites antes de refrendarse como esa fantasía proteica de poligonero que la hubiera hecho memorable.
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Anterior crítica de cine: “El llanero solitario”, de Gore Verbinski.