«El canalla de Tarantino ya no remezcla para deslumbrar al jurado de Cannes, sino para divertir al gallinero y complacerse a sí mismo»
«Django desencadenado»
(«Django unchained», Quentin Tarantino, 2012)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Nos remontamos al salvajismo, a un estadio anterior, mucho antes de que doctos y santos cronistas transformaran en Nuevo Testamento una historia de oídas, aquella que daría vida a las obras del bastardo más popular. Se cree que por entonces, los trogloditos inventaron el fuego. Sirviéndose de este elemento, un grupo de primitivos hallaron el modo de engullir hasta la última costilla de un jabalí que pasaba por allí. Llegó la noche, y acurrucados digerían el tocino en compañía de pulgas y ladillas, descansando en la cueva de los sueños olvidados. Luces y sombras proyectábanse sobre escenas de caza mientras escuchaban al rapsoda en taparrabos. Se generaba así una primigenia cinematografía que dotaba de movimiento a la fascinante batida que había tenido lugar durante el alba de aquel mismo día.
Grandes historietistas ha tenido la historia; mentes talentosas, a menudo sirviéndose de un dañado juicio, pero siempre vocacionales en el oficio de hinchar el cuento, de transmitir la cultura popular por vía oral confundiendo mito con realidad.
A tomar por culo el riguroso historicismo y viva el desdeñable anacronismo si lo que queremos es hipnotizar al personal. Qué más da si el Ku Kux Klan todavía no se había organizado y qué más da si todavía no se había inventado la dinamita. El canalla de Tarantino ya no remezcla para deslumbrar al jurado de Cannes, sino para divertir al gallinero y complacerse a sí mismo. Porque solo hay un cuentacuentos capaz de entender el cine como instrumento con el que potenciar el significado del relato a través de su poder de sugestión; interviniendo desde el género, desplegando un sistema de códigos fácilmente reconocibles por la audiencia, estimulando así la fruición de lo representado, aunque colisionemos con lo esperpéntico.
«Django desencadenado» viene a ser una caricatura del cine de Tarantino en el buen sentido del término. Una desproporcionada sátira de lo que nos ha dado el director norteamericano hasta el momento; un enorme legado que concilia su exquisita raigambre cinéfila y carácter renovador con elementos propios de la cultura de masas. No podía rescatar de otro modo el episodio más áspero y salvaje de la memoria estadounidense, revolviendo el western en su tumba, con un espagueti memorable por su seductora imperfección y adorable amoralidad.
¿Hasta donde llega el genio? Abusando de una excelente banda sonora dilata el bardo la historia. Con esta embaucadora sintonía nos tragamos el estilo redundante –en ocasiones torpe– propio de un subgénero que importa la gramática televisiva de los setenta (tosquedad en las transiciones para cerrar las secuencias; violentos zooms para señalar los picos emocionales; la cámara lenta para congelar el discurso y potenciar la espectacularidad del instante…).
Sin duda el rescate arqueológico del «mainstream» por medio del homenaje oculta la involución de una filmografía que comenzó con un listón a la altura de los grandes. Sin embargo, «Django desencadenado» te secuestrará con un Christoph Waltz insuperable como cazarrecompensas, refiriendo «El anillo de los nibelungos» a un esclavo recién desatado (Jamie Foxx), liberando fantasías a la luz de un fuego que resplandece sobre las caprichosas formaciones de Alabama Hills. Imaginamos el desenlace, pero el corazón todavía palpita con fuerza mientras buscamos una Brunilda negra, musa concebida en el Blockbuster del cineasta más blasfemo.
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Anterior entrega de cine: “Amor”, de Michael Haneke.
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