«Una de las más personales y lúcidas reflexiones que ha dado el cine de los últimos tiempos en torno a los déficits emocionales de la era digital»
«Her»
(Spike Jonze, 2013)
Texto: JORDI REVERT.
«La tecnología era inminente o no lo era. Era algo cuasimítico. Era el siguiente paso natural. Nunca sucedería. Es ahora cuando sucede, un avance evolutivo que necesitaba solo de la configuración práctica de un mapa del sistema nervioso para traducirlo a un soporte de memoria digital». En las últimas páginas de «Cosmópolis», Don DeLillo proponía el golpe maestro del capital cibernético: la final inscripción de lo humano en lo virtual como otra combinación binaria al servicio de la empresa. La idea, poderosísima, es quizá una de las pocas de la novela que David Cronenberg no consiguió aprehender en las imágenes de su adaptación, y sin embargo, sigue flotando en el cine reciente como lógico siguiente paso en la virtualización de nuestro entorno. Por ejemplo, en «Robocop» (José Padilha, 2014), esta tomaba cuerpo principalmente en la crítica contra las sinergias clientelistas del capitalismo salvaje, si bien la película de Padilha también ofrecía en su texto valiosos apuntes sobre la pérdida de corporeidad del individuo.
Es a ese horizonte cifrado en el bit al que apunta «Her», quizá una de las más personales y lúcidas reflexiones que ha dado el cine de los últimos tiempos en torno a los déficits emocionales de la era digital. Con su habitual y extraordinaria capacidad de fabulación, Spike Jonze dibuja un futuro sin trazos de ciencia ficción, como un eco estilizado e inmediato de nuestro presente en el que no hay paroxismo, sino una mirada sensible que naturaliza las consecuencias de la nueva cartografía emocional contemporánea.
En ese reconocible mapa, las cartas escritas a mano son, a través del digital, la paradoja que mejor expresa lo perdido en el tiempo, y la humanización de un sistema operativo es la metáfora perversa que explicita una nueva realidad de aislamiento y gestión virtual de los afectos. Ese mundo reconfigurado –y rentabilizado– desde Palo Alto ha codificado la totalidad de nuestros deseos, incertidumbres y miedos, representados en el melancólico personaje al que Joaquin Phoenix dota de perfecta fragilidad. Su Theodore es, de hecho, el último bastión de esa conciencia humana que, acuciado por la soledad, apenas resiste a integrarse en la conciencia programada de la que ya participan todos a su alrededor. Como sucede en ‘Be right back’, primer episodio de la segunda temporada de «Black mirror», esa rendición se produce como respuesta a la pérdida, a una ausencia que, en un inteligente giro, Jonze también acaba proponiendo como parte del nuevo mercadeo sentimental.
Her es brillante, entre otras cosas, porque prefiere naturalizar a juzgar esa distopía, como estrategia que traslada al espectador las herramientas para extraer sus propias conclusiones. Lo cual no significa, por supuesto, que no tome partido. Spike Jonze, poseedor de una mirada única que convierte relatos diminutos en diagnósticos quiméricos de la condición y la creatividad humana, aquí se deja invadir por una triste nostalgia que certifica la llegada de la poshumanidad, pero en última instancia se rebela con un tímido, bellísimo gesto: en lo que en apariencia se presenta como un final conformista, se esconde el largamente denegado contacto físico entre dos personas. Un instante que, como hacía la infravalorada «Perfect sense» (David MacKenzie, 2011) en su última escena, revalúa el tacto en medio de la oscuridad.
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