«Un averno de insólito realismo en el que transcurre uno de los relatos más crudos del cine bélico»
«Corazones de acero»
(«Fury», David Ayer, 2014)
Texto: JORDI REVERT.
De la cara de Hitler perforada por las balas en «Malditos bastardos» («Inglourious basterds», Quentin Tarantino, 2009) al pedazo de un rostro en el interior de un tanque en «Corazones de acero» («Fury», David Ayer, 2014). Brad Pitt viaja de una película a otra desde la promiscuidad pop al infierno de las esencias humanas. Mismo conflicto, mismo protagonista, pero dos obras radicalmente distintas. La II Guerra Mundial de Tarantino es el espacio para la cita y el diálogo llevado a la extenuación. La de David Ayer es un averno de insólito realismo en el que transcurre uno de los relatos más crudos del cine bélico.
Un puñado de hombres, un niño y un tanque en constante movimiento por una Alemania nazi en el Apocalipsis de su derrota. Nada más le hace falta al director para bordar una propuesta que olvida las gramáticas incoherentes de su «Sin tregua» («End of watch», 2012) y se erige como brutal itinerario por los bajos fondos del alma humana en épocas de trágica excepción. Apenas una pizca de heroísmo, ni una sola de virtud en sus protagonistas: el personaje de Logan Lerman solo puede aprender el horror de someter al otro, despojarse de toda bondad para sobrevivir entre el fango y los cadáveres aplastados por los tanques.
Pocos títulos dentro del género se han empeñado en ser tan áridos y viscerales como «Corazones de acero», un trozo de tierra en la boca que hasta en sus pasajes aparentemente más plácidos sienta como una patada en el estómago –la larguísima e hipnótica secuencia en la casa de una mujer alemana y su sobrina, una montaña rusa moral a paso lento–. En sus imágenes –claustrofóbicas, dentro y fuera del tanque– no hay lugar para la comodidad del espectador, solo suciedad y épica crudísima sostenida con seguro pulso narrativo que solo hacia el final parece desfallecer. En su ánimo agreste, la película llega a machacar sin miramientos el único rayo de luz en el recorrido de esos soldados por campos y pueblos infestados de muerte. Y sin embargo, no renuncia en última instancia a dejar un pequeñísimo margen a la esperanza a ras del suelo. Un fugaz momento de empatía, que no redención, que en ningún caso exorciza el espíritu fulleriano del conjunto.