«El alma se rasga al dar vida a personajes que se debaten entre el bien y el mal, individuos cuyo conflicto interior tiñe de incertidumbre la crucial decisión que puede cambiar el curso de la historia»
«César debe morir»
(«Cesare deve morire», Paolo & Vittorio Taviani, 2012)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
En ese excesivo e hipertrofiado cine encuadrado en la era postmedia, todavía queda lugar para la sorpresa, la originalidad y la concepción de un nuevo rizo en los ensortijados discursos y tribulaciones narrativas que rompen con el clasicismo lineal o Modo de Representación Institucional.
La prosecución de nuevos dilemas cinematográficos mediante la autorreferencialidad y la cita no es reciente. Ni siquiera dentro de la postmodernidad, aunque esa es otra historia. Sí que fascina la forma en la que se ensartan propuestas como la que deslumbra en cartelera estos días bajo el título «César debe morir», cinta que obtuvo el pasado Oso de Oro en el festival internacional de Berlín.
«César debe morir» descubre sus tapas con un texto fílmico que glosa palabras mayores. Sus directores, Paolo y Vittorio Taviani, se erigen con firme aquiescencia para repensar el cine con una sobresaliente adaptación del Julio César de Shakespeare. La acomodación de la obra shakesperiana se ofrece a estas aventuras, siempre tan universal y vigente en sus proposiciones. No obstante, así como el teatro de las dos últimas décadas acumula una mayor presencia de transformaciones vanguardistas de los textos clásicos, el cine ha mostrado una conservadora querencia por la pureza interpretativa o tradicionalismo a la hora de frecuentar revisiones de obras memorables. Como Godard solo hay uno («El Rey Lear», «King Lear», Jean-Luc Godard, 1987), apuntamos a la experimentación que nos brindan los hallazgos que trazan estos enfoques, radicalmente divergentes de la visitación que facilita Shakespeare desde la idiosincrasia de cada cultura (recordar la fijación culminada por Akira Kurosawa).
Los directores de «Padre, padrone» (1977) y «La noche de San Lorenzo» («La notte di san Lorenzo», 1982) se atreven a dar una lectura diferente a los últimos días del emperador romano actualizando su trasfondo lírico, estableciendo relaciones con el prosaico pragmatismo que impone el destino de los actores de esta tragedia. En una alusión a McLuhan, podríamos aseverar que menos importancia cobra la obra representada en comparación al atávico proceso que envuelven la actuación que la faculta. La interpretación de los presos de la cárcel romana de Rebibbia nos proporciona una mirada sobrecogedora al abismo al que se asoma el histrión cuando se enfrenta a un texto de esta envergadura. El alma se rasga al dar vida a personajes que se debaten entre el bien y el mal, individuos cuyo conflicto interior tiñe de incertidumbre la crucial decisión que puede cambiar el curso de la historia.
El reciente y turbulento pasado de estos actores de carne y hueso marca la representación. Los hermanos Taviani se benefician de la amplitud de significados encerrados en los símiles que desdibujan la frontera entre ficción y realidad. El diseño de una puesta en escena usurpadora de lo real busca la concreción de espacios transfigurados. Los muros de la cárcel, celdas, corredores, patios… reemplazan el referente ficticio provocando cambios a nivel perceptivo. Cada línea recitada adquiere una nueva impronta en su relación con la imagen. La doblez expresiva se consigue con este contrapunto, recurso magistralmente ponderado en la secuencia en la que Bruto (Salvatore Striano) pronuncia su alegato a la libertad. Tras las rejas de las ventanas un improvisado auditorio replica que el hombre sigue siendo el mismo dos mil años después. El magnicidio no ha concedido la libertad al pueblo de Roma.
«César debe morir» completa esta idea de forma circular, con un final que muestra la rutina del preso. El público abandona la sala pero la función continúa.
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Anterior entrega de Cine: “La parte de los ángeles”, de Ken Loach.