«Confirma la brecha que existe entre la seductora y vasta mitología de la creación de Jack Kirby y Joe Simon y su propia saga cinematográfica»
«Capitán América: El soldado de invierno»
(«Captain America: The winter soldier», Anthony y Joe Russo, 2014)
Texto: JORDI REVERT.
De la inagotable fascinación que desprenden los personajes del Universo Marvel, quizá el Capitán América mereciera un lugar destacado. Ningún otro héroe de la editorial ha crecido como él a golpe de reciclaje, luchando por superar el desfase de una identidad y valores obligados a una constante revisión marcada por el signo de la Historia. Desde que Steve Rogers apareciera en una portada propinándole un puñetazo al mismísimo Hitler, el Capitán América se ha visto obligado a una readaptación continua que pasaba por su lucha contra el terror comunista, su postulación como presidente de los Estados Unidos o su papel en la América post 11-S.
En «Capitán América: El primer Vengador» («Captain America: The first Avenger», Joe Johnston, 2011), Joe Johnston asumía el carácter retro del personaje y lo adaptaba a las delicias de la aventura con espíritu de serial. La película ofrecía un punto de partida idóneo pero también conformista, insuficiente a la hora de entrar a diseccionar el carisma y psicología de su protagonista. En cierto modo, esa carencia la suplió Joss Whedon, en «Los Vengadores» («The Avengers», Whedon, 2012), definiendo al Capitán desde la angustia anacrónica que bien expresaba Mark Millar en su serie «The ultimates».
«Capitán América: El soldado de invierno» es la secuela que confirma la brecha que existe entre la seductora y vasta mitología de la creación de Jack Kirby y Joe Simon y su propia saga cinematográfica: los hermanos Anthony y Joe Russo se demuestran un tándem solvente en las secuencias de acción, definidas en la línea más dura del género –el asalto a Nick Furia y las intervenciones del Soldado de Invierno son buenas muestras de ello–, pero son incapaces de ampliar el espectro emocional del héroe o de otorgarle alguna entidad dramática en su conversión a fugitivo. En ese sentido, todo avatar de la trama parece estar escrito con plantilla, dando pie a un «blockbuster» rutinario que deja la sensación de «déjà vu».
Ni la recuperación de Bucky Barnes (Sebastian Stan) ni la incorporación de Falcon (Anthony Mackie) se dan con el suficiente entusiasmo o riesgo para que la cinta gane en personalidad, y tampoco el leitmotiv que debería marcar la evolución de los personajes –el problema de la confianza– recibe un tratamiento distinto al del tópico de manual. Aunque la verdadera decepción está en la trama: la sugerente idea de que el enemigo es una política de seguridad fuera de control, hasta el punto de proponer un genocidio preventivo, pierde toda contundencia en la eterna vuelta al fantasma del nazismo. No es que los Russo opten por eliminar toda crítica de puertas para adentro, pero sí que acaban por diluir toda tensión ideológica en pro de una pirotecnia nada memorable.
–
Anterior crítica de cine: “El gran hotel Budapest”, de Wes Anderson.