«Una admirable oda a la natural extinción de la vida, trayecto por el que nos enseña a pasar con dignidad, aunque esta cualidad requiera de un coraje sobrenatural»
«Amor»
(«Amour», Michael Haneke, 2012)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
Cae la noche y se desvanece un fin de semana traicionero. Todavía no sabemos qué enigmáticas motivaciones explican este fenómeno, pero uno puede verse sentado un domingo cualquiera, en el sofá de su casa –comiendo techo, por qué no– presto a surcar los amañados planos de la realidad junto a Iker Jiménez y Carmen Porter, en esa desmesurada cadena de televisión propiedad del Cavaliere rampante.
Llegados a este punto de no retornable decoro, seguramente fuimos legión los que nos quedamos perplejos ante el reñido debate que giraba en torno a los alimentos transgénicos. A un lado del ring, dos lacayos del sistema académico más retrógrado y servil: un bioquímico molecular y un doctor en microbiología elegidos a dedo por méritos propios en el arte de chupar culos para lograr cátedra. Presentados estos feroces contrincantes, redunda comentar quién se sentaba delante. Valga destacar cómo defendían el progreso estos dos sujetos; soltando espumajos, sermoneando que todo tiempo presente es mucho mejor, que ahora se vive de cojones, y sobre todo, muchos más años. Y todo gracias a los alimentos genéticamente modificados que cumplen, eso sí, las leyes europeas.
El aval normativo es lo que vale; una verdad absoluta, inefable, porque emana de la jurisprudencia de la clase política. No hay más hostias si el axioma se enuncia por televisión.
Ahora vamos con «Amor». Jean-Louis Trintignant en el papel de Georges. Emmanuelle Riva en el de Anne. La magnificencia de estos actores le basta a Michael Haneke para fabricar una admirable oda a la natural extinción de la vida, trayecto por el que nos enseña a pasar con dignidad, aunque esta cualidad requiera de un coraje sobrenatural.
De «Amor» se ha dicho todo y poco más queda por decir. Nos quedamos huérfanos de adjetivos para describir la frágil humanidad que hiere al octogenario matrimonio cuando sienten el yugo de la muerte. El dolor que gime Anne no es un dolor físico, es una aflicción que ofrece asilo a la humillación. La incomprensión y la piedad son caras de una misma suerte echada de antemano cuando se alarga la vida más de lo necesario.
De más hablaríamos sobre el simbolismo de los espacios y los elementos atrezzísticos que lo jalonan, esenciales en la alquimia cinematográfica cuando se trata de trenzar metáforas (la funcionalidad del espacio, imprescindible para comprender el vacío que deja la ausencia de vida). Seguiríamos charlando de más apuntando el significado de la música, de la especial predilección por Schubert y la interpretación que el joven Alexandre (Alexandre Tharaud) ejecuta (este verbo tiene doble sentido) en Anne del estatismo de los planos, de la progresión en el trabajo de la iluminación hacia la oscuridad…
El estoicismo de Howard Hawks encuentra su némesis lógica en la postmedial figura de Haneke. No hay estadios intermedios, la realidad se confunde con la ficción, la representación de la vida golpea con crudeza, con mayor o menor refinamiento estilístico. Sólo Haneke aplica la eutanasia a la sórdida realidad cuando así lo exige el guion; ya sea de manera abrupta apagando el televisor, ya sea de forma poética, como resuelve Georges, sin que ningún Dios se meta de por medio.
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Anterior entrega de Cine: “El hombre de las sombras”, de Pascal Laugier.