«Las viciadas lecturas de ‘Amor bajo el espino blanco’ también sirven a la nueva estrategia del imperio; redirigir la artillería económica hacia el mercado interior y recuperar el yermo territorio abandonado con el crecimiento económico de las últimas décadas ahora que se vislumbra un tímido freno»
«Amor bajo el espino blanco»
(«Shan zha shu zhi lian», Zhang Yimou, 2010)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
De cómo llegó aquel dominical a la montaña de revistas que sostiene mi bidé. Indefectiblemente alguien lo puso allí para soliviantarse. David Lynch copaba con gentil pose la portada del semanario profanando la concentración en la que me veía sumido. No sabría decir si lo que atrajo mi atención fue la presencia del genio en una publicación tan ligera o bien una excesiva dilatación de un tiempo estreñido hasta el momento.
Me resultó provechoso echarle un ojo para facilitar el trabajo que tenía bajo mis posaderas. Disponía de minutos de sobra para leer la entrevista a doble cara, e incluso el resto del magazine si me lo hubiera propuesto. Como novedad, más allá de descubrir la inclinación del director norteamericano por la meditación trascendental, me inquietó especialmente su confesión como individuo apolítico en una publicación de andar por baños. Por momentos vi temer el buen desarrollo de los acontecimientos que fluían simultáneamente. Lo suyo me costó asimilar los engendros gestados para el partido republicano en periodo electoral en un pasado no muy lejano. Pero a David se lo perdonamos todo, incluso sus doctrinarios «affaires».
La comparativa sin embargo no debería eximir al maestro Zhang Yimou. A diferencia de Lynch, su abducción al Partido le ha llevado a desprenderse del talento natural con el que se dio a conocer. En «Amor bajo el espino blanco» distinguimos la garantía caducada de una obra menor. Pero vamos a echar a la cuneta la epopeya de escándalos que le salpican en su proceloso camino al embalsamado y descorchemos su botella de lambrusco fílmico para demorar la resaca todo lo que podamos.
La historia de amor entre Jing y Sun se enmarca en el nostálgico sepia de la revolución maoísta, edulcorado contexto que ampara bajo su copa la lírica del nacionalismo más trasnochado. El marco se talla con la madera del espino blanco, alegórico símbolo que codifica la historia de un pueblo que no teme pincharse para perpetuarse en cada primavera.
Jing procede de una familia de disidentes políticos; su reinserción en el régimen depende de la plena sumisión. El equivalente de galeras se reduce a la veraniega estancia en provincias ayudando a propagar la sacrosanta palabra del libro rojo. En la alegre campiña, Jing se divierte con el azadón mientras Sun le hace la corte. Lástima que el joven –tímidamente crítico con el régimen– descubrirá su fatal destino allá por el ecuador del telefilme. Queda una hora de película y podemos irnos a casa.
Las viciadas lecturas de «Amor bajo el espino blanco» también sirven a la nueva estrategia del imperio; redirigir la artillería económica hacia el mercado interior y recuperar el yermo territorio abandonado con el crecimiento económico de las últimas décadas ahora que se vislumbra un tímido freno.
Como todas estas opiniones arriba expuestas son cuestionables y fácilmente tachables de bufonadas, entremos a valorar el menos pudoroso de los “atributos” formales que nos propone Yimou; comenzando y terminando por los infames y prescindibles intertítulos. Muletillas, junto a los fundidos, que ignoran plausiblemente la estructura narrativa y la gramática cinematográfica labrada a golpe de riñón durante más de cien años. Volvemos a las elipsis temporales del más prehistórico cine primitivo.
El elogiable intento de ambivalencia ideológica queda ensuciado por la más absoluta marginación del estilo denotativo. El flojo guion nos impide disfrutar de un mínimo de drama en su primigenia acepción, sin mencionar el paupérrimo aprovechamiento de figuras o recursos formales.
–
