«Logró, en menos de diez años de canciones, que la historia le guarde en uno de sus renglones de oro como inigualable leyenda del rock»
Murió a los 27 años, pero, en su corta existencia, Jim Morrison hizo historia. Sara Morales recuerda al líder de The Doors días antes de que se cumpla el cincuenta aniversario de su muerte, acaecida el 3 de julio de 1971.
Texto: SARA MORALES.
Medio siglo ya sin Jim. Él, que todo lo podía y transformaba a su antojo con la persuasión del hechicero. Encantador de tímpanos y sonrisas, artesano de versos aborígenes de la conciencia y padre creador de un ruido tan fulminante como el veneno, tan sugestivo como una nana. Con su piel de lagarto sobre venas de ácido y melena ensortijada en serpientes del desierto, escondía una mirada lúcida y despierta, perdida cuando elegía, con la que aprendió a ver el mundo desde otros ojos. Una lección que desplegó durante su paso por aquí con la rebeldía del indómito, del provocador, del desafiante… Y se propuso trasladar a la humanidad con el carisma innato del chamán, en estrofas de canciones atemporales.
Sobrado y fullero en ocasiones, conquistó su contemporaneidad con la simpatía del tramposo, con la elegancia del que se mimetiza en cualquier escena, la sabiduría del callejero y la genuinidad del artista contracultural; aunque siempre fue en el equilibrio entre el hedonismo y el phatos donde se fraguó el superpoder que lo alzó a la categoría de héroe perpetuo donde hoy habita. Y siempre lo hará.
Jim Morrison tiró sin miedo el dado la suerte y esta jugó a su favor solo durante unos cuantos años en la praxis, aunque toda una eternidad en legado. Traspasó decidido las puertas de la percepción, tanto aquellas literarias de Aldoux Huxley que bautizaron a los propios Doors e inspiraron uno de sus tótems, “Break on through”, como las de la vida real abriéndolas de par en par, ya de paso, para todos nosotros. Y desde aquellos mundos lisérgicos que transitó libertino e inspirado, en correrías de drogas, excesos y alcohol con ensoñaciones de Rimbaud y del nihilismo de Nietzsche, fue deconstruyendo la apariencia, la realidad evidente y unos cuantos credos a su paso. Se deshizo de envoltorios, ahuyentó intereses de otra calaña que no fuera la emotiva, la creativa o la instintiva; y mientras él honraba su obra y la protegía, sus hermanos de banda debieron esperar a que él no estuviera para plantearse venderla al mejor postor. No, Jim nunca se habría dejado tentar por las garras mercadeas de Cadillac y aquel cheque astronómico a cambio de que “Break on through” sonara en su nuevo anuncio de coches a principios del milenio, como sí les ocurrió al teclista Ray Manzarek y a Robbie Krieger. Un negocio que finalmente no llegó a buen puerto, pero solo porque John Densmore logró impedirlo, velando por lo que a Jim le habría gustado, o no gustado, en este caso.
Mago de las palabras
Su arte para la palabra hablada y sonora, en tiempos en que hacerse oír no era tan sencillo, se trasladó a la ocurrencia y al ingenio de un lenguaje con el que satirizó la realidad. Y lo hizo empezando por él mismo cuando, en uno de sus juegos de mensajes cifrados y simbología lingüística, creó un anagrama de su propio nombre alterando las letras de Jim Morrison: «Mr. Mojo Risin», que coloquialmente significa «Señor pene en erección». Un anagrama que repetía como un mantra en el tema “L.A. woman”, la canción que dio título al último disco de los Doors antes de la muerte del vocalista.
Claro, el sexo. Otro de los estandartes de Jim; por el contexto que le tocó vivir en aquella revolución de libertades que apuntalaron el «verano del amor» en los sesenta, pero también por devoción personal a la hora de atreverse a poner la mente y el cuerpo al límite en todos los sentidos.
Con “Light my fir” cantando al éxtasis polisémico y con la que los Doors consiguieron su primer hit mundial en 1967, quedó sembrado el decálogo de intenciones, propósitos y actos de fe de una banda que caminó por los márgenes, y sin bajista, guiada por el poder magnético de su líder. Jim, errante y solitario desde una adolescencia nómada debido a los traslados constantes por la profesión de su padre como almirante, ni comulgó nunca con los ideales conservadores de su familia y de la época, ni tuvo fácil echar raíces en ningún lugar. Su permanente pálpito de desarraigo y soledad le llevó desde muy temprano a adentrarse en la poesía y en la música; de ahí su lealtad visceral a ellas, de ahí su inmersión en el lenguaje como arma arrojadiza y herramienta vital.
Mago, hipnótico y alejado de toda convención, el Rey Lagarto promulgó sus dotes seductoras y revolucionarias en sus relaciones personales —recordemos su historia con Pamela Courson, su gran amor—, en sus chances profesionales —inolvidables los desencuentros entre los miembros del grupo— y en las constantes batallas consigo mismo. Y aunque acabó sus días alcoholizado y fuera de sí, en un París que lloró su muerte en 1971 y todavía le da cobijo, logró, en menos de diez años de canciones, que la historia le guarde en uno de sus renglones de oro como inigualable leyenda del rock.
Él, que se mofaba de los encorsetados y puritanos cuando jugaba a escandalizarlos exhibiéndose sobre el escenario; él, que se adhirió a los trances del peyote solo para experimentar (aunque experimentó demasiado); que adoró España y viajó por ella en sus últimos años atravesando los Pirineos, visitando Madrid, Barcelona y enamorándose de Granada. Él, que vaticinó el poder de los medios de comunicación (suya es la frase «Quien controla los medios de comunicación, controla las mentes») y burló a la vida con ese juego tan peligroso, se acabó quemando hace ya cincuenta años.
Medio siglo ya sin Jim. Incombustible Morrison.