EL CINE QUE HAY QUE VER
“Una historia tan clásica como emocionante y cautivadora, y el recurso, en última instancia, a nociones tan universales como la libertad y la pasión”
Elisa Hernández recupera la célebre “Casablanca”, el clásico de los clásicos que protagonizaron Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Fue la gran película de Michael Curtiz, uno de los directores más prolíficos y polifacéticos de la historia del cine.
“Casablanca”
Michael Curtiz, 1942
Texto: ELISA HERNÁNDEZ.
El 7 de diciembre de 1941 Japón atacaba la base aérea norteamericana de Pearl Harbor, provocando así la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, conflicto que ya llevaba más de dos años arrasando Europa. Aunque el sentimiento anti-intervencionista había dominado la opinión pública hasta entonces, el inesperado bombardeo cambió las tornas de manera definitiva. Hollywood enseguida arrimó el hombro. Un año después, hacia finales de 1942, Gran Bretaña y EEUU se preparaban para la campaña de Túnez. El 8 de noviembre, fuerzas aliadas desembarcaban en Marruecos y Algeria. Dos semanas después, el 23 de ese mismo mes, se estrenaba en cines “Casablanca”.
“Casablanca” es uno de los más claros ejemplos de propaganda intervencionista: el film se ambienta en diciembre de 1941 y nos presenta a Rick, el misterioso pero seductor dueño de un café en la siempre exótica ciudad de Casablanca. Rick, interpretado por Humphrey Bogart (y que no es sino una personificación del gobierno estadounidense en el momento en que tiene lugar la acción), se ve inesperadamente implicado en el conflicto cuando el líder de la resistencia checa, Victor Laszlo (Paul Henreid), y su esposa, Ilsa Lund (Ingrid Bergman), antigua amante de Rick, aparecen en Marruecos en su intento de huir del ejército nazi. Aunque el personaje interpretado por Bogart es noble y cumplidor, y ya en el pasado se ha arriesgado por ayudar a aquellos que lo necesitan, desearía centrarse en sus propios asuntos, pero finalmente aceptará la responsabilidad autoimpuesta de ayudar y salvar a todos los que le rodean, aunque ello implique llevar a cabo una serie de sacrificios. Si esto no define el modo en que EEUU comprendía entonces (y ha defendido durante muchas décadas) su política exterior como orientada hacia un utópico bien común delineado desde su propio faro moral, no sabemos qué lo hace.
Entonces, ¿cómo ha podido esta aparentemente simplista apología del papel de salvavidas que asumió el ejército norteamericano en el escenario europeo durante la Segunda Guerra Mundial convertirse en uno de los filmes más alabados, reconocibles y reconocidos de la historia del cine? ¿Cómo una obra tan atada a su contexto inmediato lo ha podido sobrevivir de esta manera?
En “Casablanca” nada parece destacar por sí solo como característica definitoria, pero todo encaja a la perfección. Un guion lleno de frases tan sensibleras como memorables y citables, unos personajes tan arquetípicos como fascinantes, un escenario tan artificial como romántico y pintoresco, una fotografía tan eficiente como claroscurista y exótica, una banda sonora tan sencilla como políticamente marcada, una historia tan clásica como emocionante y cautivadora, y el recurso, en última instancia, a nociones tan universales como la libertad y la pasión. Todo ello resulta aquí tan clásico como novedoso cada vez que se ve el film, y se combina de manera casi impecable para hacer que un proyecto del que ninguno de los que participó en él esperaba nada más allá de lo ordinario sea hoy una de las películas más famosas de todos los tiempos.
¿Cómo explicarlo? Resulta casi imposible. ¿Lo mejor? Volver a “Casablanca” para tratar de averiguarlo por uno mismo.
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Anterior entrega de “El cine que hay que ver”: “Todos los hombres del presidente” (1976) , de Alan J. Pakula.