Reproducimos una extensa carta que nos ha sido remitida por Kiko Mora, Eduardo Viñuela y Fernán del Val (coautores junto con otros del libro «Rock around Spain») en respuesta al artículo «La movida y el revisionismo histórico», publicado por Juan Puchades en EFE EME, el pasado 27 de diciembre de 2013, en su columna de opinión «El oro y el fango». Los autores de la misma, al sentirse aludidos, solicitan acogerse al derecho de réplica, pero creemos que en este caso no tiene lugar puesto que en el artículo en cuestión no se citaba el título de ningún libro ni el nombre de ningún autor, ni el grueso del mismo estaba dedicado a responder al texto de ningún libro, sino a argumentos expuestos a lo largo de los años, y ampliamente conocidos, como creíamos que resultaba evidente. Por tanto, y pese a que esta carta parece surgir de una interpretación errónea de dicho artículo y en ella se insiste en responder como si los autores de la misma (o su obra) hubieran sido mencionados directamente, sí creemos interesante su publicación para que el lector tenga una visión complementaria a la de aquel artículo (y a las razones que lo motivaron).
La publicamos tal cual nos ha sido remitida (en toda su extensión, que dobla la del artículo que la suscita), incluyendo al final una respuesta de Juan Puchades.
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SOBRE EL ROCK Y EL INMOVILISMO HISTÓRICO
A fines del año pasado, apareció en una popular revista musical de internet un airado artículo de opinión en el que, a propósito de la muerte de Germán Coppini, se reivindicaba a La Movida como “quizá lo único salvable” del período de la Transición. En seguida el lector pudo darse cuenta de que la alusión a Coppini era una excusa (vergonzosamente populista, pensamos) para emprenderla a palos contra el contenido de dos libros recientemente publicados, aludiendo inequívocamente a ellos, pero sin citar ni a los autores ni a los libros. Como el artículo no hace con sus argumentos distinciones entre ambos, ni nombra a los colaboradores ni cita literalmente las ideas a las que se ataca, creando con ello una confusión considerable, los responsables de uno de los libros y del capítulo aludido creemos necesario aclarar ciertos asuntos al respecto.
Nuestra intención no era, como se desprende del artículo, realizar un estudio sobre La Movida, a la que, por otra parte se le dedican a lo sumo 15 páginas dentro de un libro de 264. Más bien pretendíamos atender en sus dos primeros capítulos históricos (de un total de quince) a corrientes musicales que han tenido un tratamiento marginal en la mayoría de las historias de la música pop (en el sentido de “músicas populares urbanas”) entre finales de los 60 y el final de la década de los 80: el rock progresivo, el rock urbano y el heavy metal. Más allá de La Movida, con estos capítulos sólo cubríamos algunas de las músicas que, entendemos, deben estudiarse en profundidad para comprender el cambio cultural en la España de la Transición y no comprendemos la acusación que se nos hace de revisionistas al más puro estilo reaccionario si, en consonancia con la relectura actual de los fundamentos de la misma, nos dedicamos a indagar en su vertiente musical.
El rock urbano y el heavy metal como fenómeno de masas
En primer lugar, no compartimos en absoluto la afirmación de que “de ninguna manera en este país el rock urbano o el heavy fueron algo masivo“, ni de que “el heavy metal fue un fenómeno localizado” porque si, como se dice, a partir de 1980 “surgieron centenares de grupos por toda España… que apostaban por el punk, la nueva ola, o por asumir corrientes como el mod, el rock o el tecno”, es decir, todos aquellos que conforman un movimiento poliédrico y dispar (eso no se niega en ningún momento), que acabó por aglutinarse en lo que se denominó La Movida, no es menos cierto que, según muestra el enciclopédico volumen de Salvador Domínguez «Los hijos del rock 1975-1989», la emergencia de grupos de rock duro no fue menor en todo el país, aunque sí lo fuera finalmente su resonancia mediática.
Siendo que en el artículo se opina lo contrario, no parece gustar que se estudie esta otra escena en profundidad, interpretando que “pasar por encima” de La Movida y desplazar la mirada hacia otra cosa implica una infravaloración de la misma. No nos sorprende. Probablemente, yendo a la caza sólo de las cosas que se conocen o se estiman bien, se habrá tenido ese mismo sentimiento de extrañeza que nosotros experimentamos al ver cómo los sucesivos recuentos de la música de aquel periodo por lo general ignoran, desprecian o infravaloran (tal y como se hace desde el artículo de marras) otras escenas y géneros que no integraron La Movida. Entender nuestro libro como una venganza rencorosa y malintencionada contra este movimiento es no entender el fondo del asunto. El libro sólo establece un ajuste de cuentas en el sentido más puramente administrativo: al estudiar la música de la Transición, sencillamente no nos salen las cuentas.
Porque nosotros pensamos que el heavy metal no fue un fenómeno “localizado”, si se entiende por ello un movimiento con escaso número de seguidores y restringido a lugares, pocos, muy concretos. La presencia de una revista especializada como «Heavy rock» desde hace más de 30 años es un indicio de lo contrario. De ser así, una cosa minoritaria y de poca importancia, no se comprende entonces la justificación, esta vez sí, de la relevancia del movimiento que se defiende con tanto ardor alegando “canciones maravillosas que en su día escuchamos unos pocos y vendieron escasas copias”. Al contrario, el heavy metal y el rock urbano fueron fenómenos masivos que, al igual que sucedió con La Movida, se desarrollaron por todo el país. Pero esta deslocalización geográfica de los grupos no impide precisar que, tanto en una escena como en la otra, acabaron por triunfar por lo general los grupos madrileños o los que se habían instalado en la capital, puesto que la precaria industria musical, a excepción de Barcelona, estaba allí concentrada. Con el correr del tiempo, el reconocimiento de los diferentes estatutos autonómicos, que fueron aprobándose en su mayoría entre 1979 y 1983, ofrecería a ciertas comunidades periféricas la posibilidad de desarrollar escenas locales de importancia.
Aunque se nos impute manejar el argumento homológico de que la Movida era una escena de clases medias y el rock urbano y el heavy de clase obrera, lo que planteamos es más complejo que eso. Si bien, en el caso de algunas de las figuras más destacadas por los medios generalistas de esas escenas, podemos observar esas tendencias (Carlos Berlanga, Eduardo Haro Ibars, Antonio Vega, Jaime Urrutia, de un lado; Julio Castejón, Rosendo Mercado, Fortu, José Luis Campuzano, del otro), no extrapolamos esa situación ni a toda la escena ni a todos los seguidores. Otra cosa es que algunos ejemplos que ofrecemos a través de videoclips de grupos como Mecano y Obús, en los que se pueden observar algunas construcciones identitarias sobre las cuestiones de clase y de entorno urbano, sean entendidas como afirmaciones propias, que no lo son: son ejemplos de discursos (estéticos, musicales, visuales) que los grupos utilizaban. Sin embargo, en lo que respecta a Madrid, el análisis de Fernán del Val revela que las escenas musicales de La Movida y el rock duro discurrieron por espacios geográficos urbanos bastante diferentes entre sí, con una tendencia a la polaridad centro-periferia en términos generales.
Autenticidad, homofobia y amateurismo
La segunda acusación que se nos hace, ésta sí más grave, afirma que de nuestro libro se infiere que “ser de barrio [suma] un plus autenticidad”, que “un pelucón jevilongo o unas buenas tachuelas [son] el colmo de la libertad estética” y que el asunto de “los pelos de colores de los grupos de la Movida” deja traslucir “un cierto componente de machismo homófobo (un hombre no se tinta el pelo parece ser la idea que queda)”. A nosotros nos parece que el caballero no ha entendido nada. Lo que afirmamos es que la indumentaria, entre otras muchas cosas, son formas visibles de identificar ambas escenas y no defendemos de ninguna manera que el rock, por ser de barrio, por contener un mensaje social, por su modo de hacer música o por vestirse de una determinada forma sea más auténtico. Lo que decimos es que estos grupos de rock manejaron el discurso de la autenticidad (un tópico trabajado a conciencia desde que el rock and roll perdió en su camino el “roll” en los años 60, cuando se convirtió en una música para escuchar y no para bailar) apelando a su carácter barrial y a sus letras de contenido social, y que su menor visibilidad mediática y discográfica (en las «majors») les ofreció una buena coartada para su discurso, porque podían más fácilmente establecer la típica oposición arte/mercado. Decir esto es muy diferente a lo inferido por una lectura apresurada de algunos pasajes del libro.
De igual forma, nosotros no atacamos el amateurismo musical de los inicios de la Nueva Ola y La Movida. Siguiendo la estela del discurso del punk, que reaccionaba frente al virtuosismo y la parafernalia del rock, fueron los propios grupos de esta escena los que abanderaron el lema “no hace falta saber tocar o cantar para subirse a un escenario”. Y nos resulta curioso que personas tan versadas en el tema y pudiendo aportar argumentos más solventes, ofrezcan una explicación tan burda de la cuestión: “la acusación de que los grupos eran amateurs y no sabían tocar casi que no merece respuesta, es como el pintor en sus inicios: plasma sus balbuceos y no se profesionalizará hasta que no comience a ganar dinero con ello”. ¡Bravo! Que nosotros sepamos, los pintores, antes de la llegada de Internet, presentan y venden su obra dentro de los canales de distribución convencionales de su campo artístico (museos y galerías de arte fundamentalmente) una vez que ya han aprendido a pintar, no antes, al menos esa era la norma. Así que, aunque la defensa del amateurismo musical puede tener su justificación en el contexto histórico del que hablamos, el argumento utilizado basado en esta comparación le hace un flaco favor.
La influencia del PSOE
Decir solamente, como se dice en el artículo, que para el caso de La Movida “los políticos intentaron arrimar el ascua a su sardina y hacerse la foto”, constituye, según nuestra percepción, una simplificación del todo inaceptable. En el texto se relatan diversos casos en los que el consistorio madrileño, ya en 1986 con Juan Barranco en la alcaldía, se acercó a dicha escena través de iniciativas como el famoso viaje de hermanamiento entre Madrid y Vigo, o a través de la financiación de exposiciones y libros, hasta llegar a crear un despacho dentro del propio ayuntamiento llamado “de Relaciones Públicas con La Movida”. Estos hechos demuestran que la intención de los que gobernaban no era meramente la de figurar en una foto.
Con respecto a este mismo asunto, se nos advierte que la “influencia” del PSOE (pero, ¿no habíamos quedado en que sólo era una foto?) habría que considerarla a partir de 1983, después de que este partido ganara las elecciones en octubre del año anterior. Reconocemos que, del «maremagnum» de ideas y argumentos poco útiles y realizados con el desprecio y el aire de autosuficiencia que los caracteriza, éste al menos tiene la virtud de abrir un debate digno de llamarse así. Nuestra postura, sin embargo, no coincide con la suya. Nosotros pensamos que la influencia del PSOE en las políticas culturales de los ayuntamientos y las diputaciones, como en cualquier otro tipo de políticas, comienza a operar en las elecciones municipales de 1979, cuando los resultados le dan la ventaja en capitales de provincia con respecto a UCD (entre ellas, Madrid y Barcelona). En todo caso, de los razonamientos esgrimidos aquí no puede sostenerse que nuestro libro afirme que el PSOE “creó” La Movida y, mucho menos que fue producto de “una conspiración sociata”. Como los argumentos están basados en una premisa falsa, la cadena de hechos relatada para explicarnos la génesis de La Movida puede parecernos más o menos acertada, pero en ningún modo invalida nuestra tesis. Una cosa es que influyera en su desarrollo y otra muy distinta que la inventara.
Si, como ha comentado Igor Paskual (colaborador del libro) en otros lugares, desde 1979 los consistorios socialistas comenzaron a apoyar a los grupos de rock duro y en un determinado momento pasaron a dedicarse a apoyar a los de La Movida, entendemos que es legítimo preguntarse por las razones de ese cambio. ¿Es posible, que se deba en parte a que, una vez captados en las elecciones municipales un buen número de votos con pretensiones más revolucionarias, a la izquierda de su electorado, el PSOE buscara luego una mayor afinidad con el proyecto ideológico de las clases medias? Es posible. Pero la pregunta no tendrá una contestación viable en este terreno si no analizamos también las políticas de exclusión que se vivieron en el seno de la propia Movida. ¿Es posible que determinados grupos de esta escena fueran desplazados del foco precisamente porque también constituían un estorbo para la construcción de la España moderna según la concibieron los socialistas? Es también posible. Y entonces sabremos qué valores ideológicos (no necesariamente políticos siempre) se potenciaron y cuáles quedaron al margen de ese proyecto. A este respecto, los análisis de la música popular, como la manifestación artística más cercana a la vida cotidiana de las personas, tal vez tengan algunas cosas interesantes que decirnos en el futuro sobre este período histórico.
La influencia de los medios
No se puede inferir de nuestro trabajo, como afirma el artículo, que “el PSOE puso los medios públicos (Radio 3 y TVE) al servicio del nuevo pop para acabar con el rock urbano y con el heavy”, cuando recogemos los análisis de periodistas y expertos que explican en profundidad los problemas internos que llevaron a esa escena heavy a tener un papel mucho menor en la segunda mitad de la década, al revés que el rock urbano, que empieza a crecer exponencialmente desde entonces.
Lo que nosotros sostenemos son dos cosas: 1) que La Movida fue un movimiento «underground» que en determinado momento fue instrumentalizado por el poder. 2) que la presencia de La Movida en los medios públicos fue abrumadoramente mayor que la del rock y que el número de seguidores de ambas escenas no puede justificar esta desproporción. En los tiempos y en el grado de impacto de estos hechos sobre ambas escenas tendremos todavía que ponernos de acuerdo. Pero, con respecto a este último asunto, les ofrecemos un botón de muestra: en 1982 Barón Rojo alcanzó el número 1 en el ranking de Los 40 Principales tras la salida de su disco «Volumen Brutal», grabado en Londres en los estudios de Ian Gillan (Deep Purple), tocaron en el mítico Marquee y en el Festival de Reading, entonces el acontecimiento musical rockero más importante de toda Europa, y, tras una gira por las islas británicas se embarcaron en otra por Latinoamérica abriendo un mercado para el rock duro español sin precedentes. Pues bien, los medios públicos y la prensa generalista lo ignoraron por completo.
Del mismo modo, suponer que con las listas de Los 40 Principales “podemos hacernos una idea bastante veraz de cuál era la música de consumo del momento”, es suponer demasiado. Y ello al menos por dos motivos. 1) porque los «rankings» del TOP 40 se basan en las cifras de discos vendidos, pero todos sabemos que la industria discográfica ha falseado históricamente las cuentas y las cifras de ventas. Las listas TOP sólo constituyen un indicio, no una prueba; 2) porque es un error confundir consumo y compra. El estudio de los niveles de consumo cultural, como de cualquier otro, va mucho más allá del simple indicador de compra del producto.
Nada es «porquesí»
Pedimos disculpas si, desde la universidad, no nos contentamos con explicaciones del tipo “si los grupos surgían era porque a los chavales les venía en gana”. Ningún grupo compone de la manera que compone y toca de la manera que toca sólo porque le venga en gana. La música es un hecho social. Sólo puede llamarse así precisamente por eso. Cuando un grupo de amigos, pertenecientes a las escenas que hablamos, decidía montarse un conjunto musical lo más probable es que incluyeran a un batería, uno o dos guitarristas, un teclista (opcional), un bajista y un cantante (solista o instrumentista) o una cantante (solista). Y también es muy probable que, de la pandilla de amigos, hayan tenido que excluir al violinista o al «gaiteiro» (o le llamen puntualmente para alguna canción, que para eso son amigos). A lo mejor hubieran querido tener a alguna mujer como instrumentista, pero había pocas o ninguna a mano. Tal vez les hubiera gustado incluir una canción de seis minutos, pero la industria discográfica demanda que estén entre el minuto y medio y los tres minutos y medio. Esos son algunos de los códigos. La razón del “porque les viene en gana” (una versión más o menos castiza del «porquesí») no puede contestar de ningún modo a estos y otros muchos interrogantes, a por qué las bandas hacen lo que hacen y a cómo lo hacen. El razonamiento podría halagar a algunos grupos, eso sí (¿no es esto vender también otra versión del discurso de la autenticidad?), proclama la soberanía total del individuo, pero de hecho, no puede ser más cómplice y condescendiente con el poder de lo que es.
Esto no supone negar una relativa autonomía de los artistas, sólo que su autonomía, en realidad la de todos los mortales, está condicionada por las constricciones sociales, económicas y políticas de los diferentes contextos. Y tampoco supone afirmar que los consumidores de música, sean de La Movida o no, son unos descerebrados manejados por los medios o por el poder. Pero de ahí a defender que la gente produce o consume determinados tipo de música simplemente “porque les viene en gana”, o, lo que es lo mismo, que la industria musical ofrece lo que el público mismo les pide porque eso satisface sus gustos y sus necesidades, nos recuerda a las posturas liberales de las teorías económicas de la demanda y las psicosociales “de los usos y las gratificaciones”. Como ésta última aporta en sus mejores ejemplos argumentos útiles para el debate, nosotros recomendaríamos que, además de leer libros del tipo «Conversaciones con…» o los anecdotarios a los que nos tiene acostumbrada parte de la literatura musical (documentos que a buen seguro son útiles para nuestra investigación), los interesados se den una vuelta por estas teorías. Tal vez les ayuden a justificar el argumento de una forma algo más solvente.
El inmovilismo histórico y el estudio de las músicas populares urbanas
Para terminar quisiéramos referirnos al último pasaje del artículo: “Seamos serios, podrán gustarnos más o menos determinadas músicas, estéticas o movimientos, pero dejemos la historia como está y no tratemos de manipularla torticeramente a nuestro antojo”.
Muy bien dicho, seamos serios. Dejando a un lado que, sin conocernos de nada, se nos juzga con una predisposición deliberada de mala fe por nuestra parte, no nos parece sorprendente que algunos de los que se han dedicado a ofrecer su visión de la historia musical de la transición desde el «establishment» cultural quieran defender los presupuestos de su propia ortodoxia. Lo que sí nos parece más osado es pretender que los demás hagamos lo mismo. Debemos entender que la obligación de la Historia como disciplina académica es revisar de tanto en tanto el pasado y los discursos generados sobre él, ya venga de hace mil años o cumpla ahora su etapa de lactancia. Si no hiciéramos esto, muchas cosas que sabemos ahora no las sabríamos.
Ya se nos ha contado cómo es el mundo. Gracias, tendremos en cuenta esta visión (esperemos que de ahora en adelante se haga de una forma más sosegada y constructiva). La versión de otros autores que aparecen en el libro ofreciendo sus testimonios de primera mano (Carlos Galán, el director de Subterfuge Records, para hablarnos de la escena independiente de los noventa, y “El Pirata” para hablarnos de la promoción de este rock en la radio), son recuentos individuales que tienen la virtud de haber estado allí, pero el peligro de una visión excesivamente cercana que podría en algunos momentos contradecirse con otros datos y otras fuentes. Y como testimonios que son, por si alguien lo duda, tienen la misma legitimidad que cualquier otro en su misma situación.
Los que quieran pueden continuar hablando de las maravillosas canciones de La Movida, de su derroche de talento, imaginación e ingenio y seguir aludiendo a lo geniales que son sus artistas favoritos. Pero ya nos resulta chocante que se emplee para la defensa de La Movida el argumento del artista como “genio” (como en el caso de Coppini), un concepto que, en su última variante, aparece a finales del XVIII en el mismo momento y ligado estrechamente a la idea de “autenticidad”. O dicho de otra manera, que críticos musicales que asumen como suyos los postulados y la sensibilidad de La Movida juzguen a sus integrantes con herramientas conceptuales que sus propias declaraciones y sus canciones rechazan.
Sigan algunos con su tarea de construir un cordón sanitario alrededor del pasado por temor a que nuestros hijos o nietos no aprecien el valor de los artistas de La Movida, si es que alguna vez leen nuestro libro o cualquier otro que no sea de su cuerda. Sigan ejerciendo de guardianes del futuro, tal es el aprecio y la confianza que albergan acerca de la inteligencia de nuestros herederos. Pero mientras tanto, nosotros a lo nuestro. Mientras algunos se dedican a la “poesía”, nosotros, junto con otros compañeros del periodismo y las editoriales interesadas, haremos el trabajo sucio. La historia de la escena musical en tiempos de la Transición se encuentra todavía en un estadio de investigación muy precario. Así que, cuando tengamos acceso a los libros de cuentas de las compañías discográficas, de los promotores musicales y de los propietarios de las tiendas; cuando hayamos identificado el número de locales de ocio dedicados a éstas y otras escenas en todo el país, sus aforos, sus estrategias de mercadotecnia; cuando estudiemos las relaciones entre los medios y la industria discográfica; cuando hayamos identificado cuál es el canon estético del pop-rock español y analizado los discursos empleados para su construcción;* cuando tengamos la posibilidad de cotejar las cuentas internas de la SGAE o los documentos que testifican las políticas de las instituciones públicas para la contratación de artistas; cuando hayamos analizado los motivos por los cuales los medios de comunicación, con toda su diversidad pero también con todas sus constricciones, ampararon ciertas escenas en detrimento de otras…etc., etc., etc., entonces y sólo entonces comprenderemos un poco mejor la historia musical de nuestra Transición. Como se entenderá, la cosa puede costarnos al menos un par de generaciones, y no es probable que nos lo vayan a poner fácil de momento. Esta historia, la historia con la que algunos ya parecen satisfechos, acaba de empezar a andar. Tal vez se hubiera deseado que desde otras instancias del «establishment» cultural (no se crea que no somos conscientes de nuestra posición), nos hubiéramos conformado con el relato hegemónico que, con escasas excepciones, se ha realizado hasta la fecha. Ustedes nos permitirán que nos mostremos un tanto escépticos.
Final que sueña con otro principio
Por último, lo sentimos si alguno de los argumentos del artículo no se refería a este libro; es difícil saberlo en medio de tanta confusión. Aprovecharemos de todas formas lo que de valioso podamos encontrar. Nuestra intención no ha sido en ningún caso atacar a los grupos de La Movida ni a sus expresiones musicales, aunque recuentos futuros menos arbitrarios puedan ayudarnos a diferenciar el grano de la paja. Vamos a hacer lo que tenemos que hacer; tenemos afortunadamente nuestro método de trabajo y los canales donde difundirlo. Si este pequeño rifirrafe sirviera al menos para ayudar a que se abra un debate, público y serio, sobre los estudios de las músicas populares urbanas en nuestro país, bienvenido sea. Menos tripas y un poco más de respeto.
Kiko Mora y Eduardo Viñuela (editores y autores), y Fernán del Val (autor) forman parte del volumen colectivo «Rock around Spain: historia, industria, escenas y medios de comunicación» (Universitat de Lleida y Universitat d’Alacant, 2013).
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*Un avance de este aspecto de la investigación se puede ya consultar en el artículo titulado “¿Autonomía, sumisión o hibridación sonora? La construcción del canon estético del pop-rock español”, publicado por Fernán del Val, Javier Noya y Cristina Martín Pérez-Colman en la «Revista Española de Investigaciones Sociológicas», nº 145 (2014).
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RESPUESTA DE JUAN PUCHADES
Sorprende que alguien redacte semejante carta solo por sentirse aludido en un texto sin menciones específicas y en el que el grueso del mismo está dedicado a destacar de forma genérica «teorías» que son vox populi desde hace tiempo y que, excepto la principal, no se cita que fueran glosadas en ningún libro en concreto (de hecho son bastantes los volúmenes que, desde hace años, las recogen, aunque sea en forma de testimonios orales de músicos o periodistas), y sin mencionar título.
No incluí los títulos de las obras porque al ser una de ellas colectiva me obligaba, para ser justo y no tratar de igual modo todos los textos y autores en él incluidos, a entrar a valorarlos o dar largas explicaciones. Y esto no pretendía ser una crítica, de ninguna manera (en EFE EME hay una sección específica). Además, quería evitar que el foco se pusiera en ambos volúmenes (en realidad, completamente secundarios), desviando la atención del objeto principal del artículo: las teorías hiladas para desprestigiar la movida; pretendiendo, al tiempo, homenajear aquel periodo y a sus protagonistas.
Solo me referí a esos libros recientes en el párrafo tercero y, brevemente, en el cuarto. Libros que no fueron más que una excusa para rebatir mínimamente esas teorías al comprobar que siguen latentes: desde el quinto párrafo, dejando establecido que la argumentación principal «viene de largo». Por ello el asombro es mayor al comprobar que los firmantes de esta misiva se erigen (aunque al final muestren sus dudas, es cierto) en destinatarios de prácticamente el grueso del artículo, como si fuera una respuesta directa a su libro: cómo han llegado a tal conclusión es un misterio.
Pese a lo disparatado que me parece todo (por no hablar del tono empleado), no entraré en otras consideraciones (ahí quedan el artículo original y la carta para que cada cual extraiga sus propias conclusiones, y por mi parte no quiero abundar en datos y contra datos: no es lugar ni momento) y tampoco responderé a la perversa insinuación de pertenencia a algún tipo de «establishment», que solo puede ser fruto del sentido del humor o de una visión distorsionada de la realidad y que, sinceramente, provoca hasta risa. Pero sí creo que debo aclarar, mínimo, tres puntos. Uno relativo a una falsedad que me atañe directamente y dos a un problema de comprensión en la lectura del texto original, sumando uno de ellos, de paso, un grave error:
1) En las primeras líneas de la carta se lee, en referencia al artículo, que en este «se reivindicaba a La Movida como ‘quizá lo único salvable’ del período de la Transición». En realidad, la cita está mal tomada, pues el texto original decía: «De continuar con esta deriva revisionista, justificada como parte del ataque a la cultura de la Transición (quizá lo único salvable de ese periodo)». Es importante la utilización del término «cultura» y no «movida». Sobre todo porque no fue gratuito: la cultura española, desde la segunda mitad de los setenta, conoció una saludable nueva vida en prácticamente todas las artes. Y si nos ciñéramos exclusivamente a lo musical, siempre he sentido un profundo interés por las músicas previas a los años ochenta (y, por cierto, desde una visión relativamente amplia, en absoluto sectaria), como quedó demostrado en este artículo de noviembre de 2012. Cuando se cita, conviene hacerlo correctamente para que nadie piense que se tergiversa interesadamente, que estaría feo (y más en quien parece buscar denodadamente la verdad).
2) Explican que la lista de Los 40 Principales se basa «en las cifras de discos vendidos». Nada más lejos de la realidad. En honor al rigor histórico y para evitar confusiones, y aunque creo que es cuestión ampliamente conocida por cualquiera mínimamente versado en asuntos de pop español, conviene aclarar que esa lista, ni en el periodo aludido ni ahora, se sustenta en ventas de discos, sino que es una lista de canciones: lo que se conoce como una lista de popularidad, de hits, elaborada por un grupo de redactores (el sistema para elegir los temas que se radian ha conocido diferentes fórmulas a lo largo del tiempo: en el periodo al que alude el artículo era esencialmente así). Lo que pretendía explicar en mi texto es que dicha lista sirve para conocer la música que mayoritariamente se consumía por entonces, pero no como un indicador de discos vendidos, sino que nos permite saber cuál era la música comercial (de consumo) más en boga. Aquella que, al tratarse de la que programaba la radiofórmula de mayor difusión e incidencia, más se escuchaba: es decir, la que más se consumía (sin necesidad de pagar por ella, que es lo que los autores de la carta vienen a explicar corrigiendo lo que solo era problema de desconocimiento y comprensión por su parte). Probablemente, al dar por sentado que estoy escribiendo en un medio especializado y por tanto para un lector con el suficiente bagaje musical, pensé que se entendería de ese modo, pero veo que no y que, además, ha llevado a la confusión.
3) Cuando en el artículo original expongo que «si los grupos surgían era porque a los chavales les venía en gana, no subvencionados o alentados por concejales de cultura o de juventud siguiendo directrices gubernamentales», entiendo que queda claro que no me refiero a la música que practicaban o a cómo la realizaban (¡ni mucho menos a la que se consumía!), sino al hecho en sí mismo de su gestación como grupos, a ese momento en el que se toma la decisión de armar una banda. Creo que los autores de la carta no lo comprendieron de ese modo y les ha llevado a redactar de forma estéril algunos párrafos de más.
Podría continuar, pero mejor dejarlo aquí y agradecer efusiva y sinceramente la carta (siempre se aprende de otras opiniones, y ampliamos horizontes) y el tiempo dedicado a responder a lo que no era más que un artículo de opinión escrito con la premura habitual del periodismo. Un texto, que, por supuesto, sigo suscribiendo plenamente.
Juan Puchades.