FONDO DE CATÁLOGO
«Su voz vuela libre, cargada de sentimiento, cantando sobre cicatrices, dolor, alcohol, amor, desamor, buenos y malos ratos»
Siguiendo las huellas de los neumáticos en la grava, Manel Celeiro nos lleva hasta uno de los discos imprescindibles de Lucinda Williams, tanto por el repertorio como por la nómina de colaboradores, entre los que no faltan Steve Earle, Jim Lauderdale o Emmylou Harris.
Lucinda Williams
Car wheels on a gravel road
MERCURY, 1998
Texto: MANEL CELEIRO.
La noticia de la presencia de Neil Young y sus Crazy Horse el verano del 2001 en el cartel del festival Espárrago Rock que se celebraba en el circuito automovilístico de Jerez de la Frontera fue todo un bombazo. Sobre todo para aquellos, como un servidor, que todavía no habían tenido la ocasión de poder disfrutarlo en directo. Rápidamente, organizamos un desplazamiento hacia el sur para asistir al evento. Y nada más y nada menos que por carretera, vaya, que nos chupábamos más de dos mil kilómetros en un fin de semana bajo la canícula del mes de julio. Sarna con gusto no pica. Y pese a la esquizofrenia del elenco programado —creo que de la abundante oferta que presentaba solo nos interesaban The Hellacopters, Public Enemy y Fun Lovin’ Criminals además de Neil—, lo pasamos fetén, y únicamente por presenciar el concierto, —conciertazo— que se marcaron Young y su banda ya valió la pena. Así que ese festival ha quedado en mi memoria por, entre otros motivos, ser mi primer contacto sobre el escenario con el gigante canadiense (luego han venido varios más), y por haber descubierto a Lucinda Williams. Pasemos a esto último.
En efecto, el dueño del vehículo atesoraba entre su equipaje musical una copia del Car wheels on a gravel road de la cantautora de Louisiana. El compacto se apoderó del reproductor durante buena parte del trayecto, le dimos vueltas hasta cansarnos (había carretera de sobra para ello) y sus canciones se convirtieron en la banda sonora ideal para atravesar la península prácticamente de punta a punta. Una vez de vuelta en casa, lo primero que hice al día siguiente fue acercarme a mi tienda de discos habitual y comprar Sweet old world (1992), el citado Car wheels on a gravel road y Essence, que acababa de editar por aquel entonces. Un descubrimiento musical de esos que te llenan de alegría; pasé casi todo el resto del verano inmerso en aquel trío de grabaciones.
Su carrera tiene bastantes puntos álgidos, eso que los anglosajones llaman highlights, pero me atrevo a afirmar que Essence y sobre todo Car wheels on a gravel road son su cénit creativo. Los seis años transcurridos entre la edición de Sweet old world y el álbum objeto de este texto parecen una eternidad. En esa media docena de años, Lucinda experimenta una evolución considerable: ya escribía buenas canciones, sus primeros discos habían llamado la atención y su nombre era tenido en cuenta dentro de la escena de raíces norteamericana, pero lo que ofreció en las composiciones contenidas en Car wheels on a gravel road solo estaba al alcance de los elegidos, de los bendecidos por la magia. Para ser justos, que pasase tanto tiempo entre uno y otro también fue debido a diferentes aspectos: líos con compañías, desavenencias en las tareas de producción y otros asuntos ajenos al proceso creativo.
Pero vayamos al grano. Williams entregó una obra inmaculada, sin un solo punto débil, un disco calificado por el New York Times como «canciones que rozan lo magistral» y del que Rolling Stone escribió: «Perfecto… Una obra maestra». Se rodeó de un cuadro de colaboradores increíble, rebosante de profesionalidad, oficio y talento. Solo citar algunos de los nombres provoca verdadero vértigo: Gurf Morlix, Buddy Miller, Ray Kennedy, Greg Leisz, Jim Lauderdale, Roy Bittan, Charlie Sexton, Steve Earle, Bo Ramsey o Emmylou Harris. Un equipo de ensueño. Con ellos a bordo, difícil que algo pueda salir mal; incluso las tensiones de las que hablábamos antes redundaron en benefició del resultado final. Hasta el título, huellas de ruedas en una carretera de grava, es un mundo en sí mismo, tan evocador como sugerente, tan sensible como rocoso. Los arreglos están colmados de detalles, pequeños toques de preciosismo sonoro en beneficio de la canción, la tocada de los músicos maravilla y su voz vuela libre, cargada de sentimiento, cantando sobre cicatrices, dolor, alcohol, amor, desamor, buenos y malos ratos, cantando, al fin y al cabo, sobre la vida.
Música de raíces elevada, pista a pista, a un plano superior, el emocionante recuerdo a Blaze Foley, “Drunken angel”, los paisajes rurales, la carretera y los clásicos de la música country en el sugestivo tema título, la desgarradora sensación de pérdida que expresa “I lost it”, el momento de dejar algo atrás y empezar de nuevo (“Metal fire cracker”), la belleza creada al unir sus cuerdas vocales a las de Emmylou Harris en la delicada “Greenville”, el sabor blues de “Still I long for your kiss” o el retorno al pasado impregnado de tristeza que realiza en “Lake Charles”. Una de esas ocasiones en que los sentimientos y las vivencias se transforman en música. El corazón y el alma puesto en cada acorde, en cada inflexión, en cada canción.
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Anterior Fondo de catálogo: Salitre 48, de Quique González.