“Es una canción de extraña magia, parece converger absolutamente todo en ella desde la más alta excelencia. Quiero decir, que cada detalle que la compone está resuelto de la mejor manera posible, casi de la única”
Tras cinco semanas acompañándonos, César Prieto pone fin a sus melodías para el estío con una de los temas que conforman el álbum a dúo de Gainsbourg y Birkin.
Una sección de CÉSAR PRIETO.
“L’Anamour”
Jane Birkin/Serge Gainsbourg
Fontana, 1969
Quizás ‘L’anamour’ no sea una de las canciones más distintivas de Serge Gainsbourg. Encuadrada en una etapa de producción excelsa y significativa –y de vitalidad eléctrica, añado– parece ser un mero complemento menor entre la ruptura con Brigitte Bardot y la pasión por Jane Birkin, entre los juguetes pop y los desbarres sentimentales y eróticos, que vienen a ser lo mismo. Pero ha acabado convirtiéndose en uno de sus más puros y sencillos apuntes, una de esas canciones cuya residencia en el corazón viene avalada por un misterio.
1968. Ese es el año en que Françoise Hardy se plantea un álbum de versiones y tiene aún vacía la traducción de una vieja canción norteamericana, ‘It hurts to say goodbye’, éxito menor de Vera Lynn en 1954. Alguien le habla de que Gainsbourg puede ser el letrista ideal y es cierto, sin lugar a dudas ellos convierten una almibarada interpretación en un prodigio de ligereza otoñal. Era ‘Comment te diré adieu” y solo es necesario comparar las dos interpretaciones para decubrir lo que consigue en una canción todo lo que no es canción.
El caso es que Gainsbourg vive entonces en la avenida Bougeaud, un pequeño apartamento tapizado de fotos –principalmente de la Bardot– y Françoise acude allí a proponerle el trabajo. Él acepta encantado y antes de marcharse le dice que espere un momento, que le quiere presentar un segundo tema. Era ‘L’Anamour’, que la parisiense cantó con una mezcla de luminosidad y tristeza, como todo lo suyo al fin y al cabo. Pasan una época de gran amistad –“on est devenu très amis, il adorait Jacques et Thomas, il me téléphonait très très souvent”, señala ella en una entrevista– que no llega a explotar ni en pasión ni en sexo. El cínico compositor, el seductor cuya arma era una canción entregada a tiempo, el profanador de tanta virtud entre las cantantes francesas –parece ser que se le resistió France Gall, vigilada de cerca por su padre– respetaba demasiado a Jacques Dutrond y solo vio en su esposa a una sensible e inteligente colega: “Un jour, il m’a fait un très grand compliment. Dans une de mes chansons, Je suis de trop ici, j’abordais d’une manière explicite l’exclusion, un sentiment qu’il a éprouvé toute sa vie. Il a passé le disque et il m’a dit: «Ça, je ne sais pas faire.»
Además, por esas fechas estaba en medio de la grabación de la película “Slogan” y allí compartía cartel con un inglesita a la que en principio despreció con desfachatez y malas formas, pero que tras una cena en Maxim’s ya lo había mareado y hecho caer en tentaciones irreverentes y obsesivas, así que poco podía pensar en otras mujeres. Era Jane Birkin. En el primero de sus discos juntos, el que contiene el famoso ‘Je t’aime…’, Serge retoma la canción pero en esta ocasión desde su voz, algo más amarga, con un extraño deje de rabia incluso para una canción cuya letra está lejos de ser conmovedora. Una historia de despedidas con las rimas florales del autor, atentas más a la sonoridad que al sentido, a las paronomasias y neologismos que sorprenden pero no emocionan.
Y sin embargo es una canción de extraña magia, parece converger absolutamente todo en ella desde la más alta excelencia. Quiero decir, que cada detalle que la compone está resuelto de la mejor manera posible, casi de la única. Así, algo que podría resultar un mero esbozo deviene un compacto ejercicio de consistencia. Desde ese deje casi de letanía hasta los silencios instrumentales en que la voz adquiere una elegancia crepuscular, las cuerdas que le dan empaque y el nervioso wah-wah que lo difumina todo, el redoble de batería que envuelve el final… De hecho, Serge llegó a grabarla poco después de que apareciera el single de la Hardy, y quiso enfocarla como canciòn del verano –de ahí el significado del verso ‘yo canto para los transistores’ y las constantes imágenes de boeings, barcos y fotografías que se desgranan–, pero quedó en el limbo, sin utilizarse.
Apostaría que todos estos factores han hecho que la canción pase a ser valorada de manera extraordinaria desde hace unos quince diez años. Las versiones hechas en este tiempo así lo avalan, no solo Mick Harvey la borda, sino que Ivy la convierte en bailable y Beck hace subir a Jane Birkin al escenario para tratarla los dos con el nerviosismo de lo sagrado. En nuestros escenarios Souvenir y Les Tres Bien Ensemble la solían ofrecer en sus directos y resultaba una excelente guinda a sus siempre modélicos conciertos.
Quizás no sea todavía una de sus canciones más distintivas, quizás no sea la mejor. Ahora, aprecio la ternura de la que le compuso a su hija Charlotte, ‘La poupée qui fait’, donde volcó el amor perfecto, desesperado y pleno que siempre había buscado entregar. Pero lo cierto es que ‘L’anamour’ es uno de los mejores regalos que el viejo canalla nos pudo dejar, de esos que llegan sin papel y sin lazo pero perviven en casa.
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Anterior entrega de Canciones de una noche de verano: ‘Souvenir’, de OMD.