“Cuenta la leyenda que Bowie la escribió sentado en el suelo, en una habitación en Londres, delante de Ian Hunter”
Un regalo en un momento crucial: así podría considerarse la canción que David Bowie cedió a Mott The Hopple. Eduardo Tébar nos cuenta la historia (y las leyendas) de ‘All the young dudes’.
Texto: EDUARDO TÉBAR.
En 1972, Mott The Hopple es un grupo bienquisto para minorías, pero clínicamente muerto. Sus conciertos garantizan la fiesta y exhiben el eslogan del rock como paradigma social en Inglaterra. El lema de la nueva era sugiere que no basta con ser rockero: “Aspira a ser un rock star”. El anhelo: el estrellato súbito que saca al chico proletario de la miseria. No se puede inferir que Mott The Hopple representan al proscrito de la industria. Histriónicos, afectados, sobreactuados, mientras sus colegas desarrollan blues progresivo ellos apuestan por algo tan simple como pasar un buen rato. Publican cuatro álbumes con el sello Island, pero Chris Blackwell no sabe qué hacer con una banda que no vende discos. Incluso cuentan con un mago de la producción: Guy Stevens, descubridor de Free y Spooky Tooth, y artífice del “London calling” de los Clash. Emprenden giras salvajes por Norteamérica, pero falta algo, falla algo. Falta una canción universal, generacional: un himno de juventud. Y ocurre el milagro: la aparición de David Bowie. El tema ‘All the young dudes’ consigna la celebridad a Mott. El mecenazgo del Duque Blanco, admirador declarado de los de Herefordshire, auspicia el fichaje por CBS y conlleva entrar en Mainman, la agencia del astuto manager Tony DeFries.
A Mott The Hopple se le manifestó la virgen. Y lo aprovecharon durante un rato. Resulta increíble que, en 1972, después de tocar en agujeros infames en Estados Unidos, anunciaran su disolución. ¿Razones? Mala planificación, esfuerzos poco provechosos. Guy Stevens utilizó al grupo como herramienta para estampar su delirante talento. Redujo a Mott The Hopple a concepto. El líder, Ian Hunter, era un tipo poco dotado como músico y cantante. “No pasa nada, os haré sonar como los Rolling Stones y Bob Dylan juntos”, le decía Stevens. Al final, la trayectoria de Mott se ve siempre lastimada por un voraz conflicto de intereses. Mott The Hopple solo tuvo control sobre su autodestrucción. Eslabón perdido entre el glam y el punk, el proyecto se ahogó en sus contradicciones. Subestimados y malinterpretados. Nacieron tras el movimiento hippie. Releyeron a Ray Charles y Jerry Lee Lewis a la manera británica. Hasta coquetearon con el country. El segundo trabajo, “Mad shadows” (1970), peca de la ansiedad por la búsqueda desesperada del éxito. “Brain capers” (1971), la demencial cumbre de Stevens, apenas despacha 25.000 copias. Island les traslada la carta de despido. Ian Hunter se lamenta en las páginas de “NME”: “Nos separamos porque soy incapaz de escribir un hit”. Hunter, el eterno aspirante a ocupar el vacío entre Dylan y Lou Reed.
“Histriónicos, afectados, sobreactuados, mientras sus colegas desarrollan blues progresivo ellos apuestan por algo tan simple como pasar un buen rato”
En 1972 suceden varios acontecimientos, todos trascendentes para el devenir del rock. La entente formada por Bowie y DeFries convierte en oro todo lo que acaricia. El hombre que esos días encarna a Ziggy Stardust produce en mayo, con Mick Ronson, el “Transformer” de Lou Reed, tal vez uno de los dos o tres discos que mejor suenan del siglo XX. El mismo Bowie mezcla en otoño el “Raw power” de los Stooges. Entre tanto, rescata a unos Mott The Hopple desahuciados por Island. Primero les ofrece ‘Suffraguette city’, pero la banda quiere ‘Drive in saturday’, un caramelo que Bowie no piensa soltar. La solución intermedia es ‘All the young dudes’. Cuenta la leyenda que el autor de “Hunky Dory” la escribió sentado en el suelo, en una habitación en Londres, delante de Ian Hunter. Otra versión explica que se trata de una pieza desechada por no ajustarse a la voz de Bowie. Para colmo, el propio Bowie vincula la letra con el mensaje apocalíptico de ‘Five years’. En cualquier caso, ‘All the young dudes’ se erige en canción bandera del glam. La composición coincide con la explosión del glitter y se instituye casi en imprecación del movimiento. Paradoja: un ascenso rápido que predestina una caída inminente.
Hermanada con ‘Rock ‘n’ roll suicide’, ‘All the young dudes’ apela a la misma gloria adolescente de ‘My generation’ de los Who: “Prefiero morir antes de hacerme viejo”. La réplica al ‘My generation’ –la antorcha de la corriente mod– había sido el ‘Changes’ de Bowie, otro tartamudeo del pálpito juvenil en las calles. De lo que concluimos que Bowie estuvo en todas las salsas. Por el texto desfila el moderno que encara el mundo adulto cuando cumple 25 años. Ese con un hermano mayor que compró los elepés de los Beatles y los Rolling Stones. El que se agarra al televisor cuando sale T. Rex. El que fantasea con una sobredosis de anfetamina. A la vez, seduce con una posible ambigüedad sexual.
Bowie pone a disposición de Mott The Hopple todo el aparato logístico. No solo les proporciona la canción por la que la humanidad les recordará, sino que también les produce el disco –titulado, asimismo, “All the young dudes”– y graba el saxo. Y algo debe haber aprendido de Tony Visconti, porque el sonido porta aquí un estilo escueto, lejos de las típicas algaradas de Stevens. Toda la banda aporta composiciones, pero, contrasentido, es el álbum menos Mott de todos. La influencia de Bowie, en cambio, es abrumadora. En la vestimenta –más que pintoresca en el bajista, Overend Watts– y en la modelación del personaje de Ian Hunter –las gafas de sol perennes y la guitarra con forma de cruz maltesa–, a la sombra del Duque con bonitas baladas glitter rock prototípico.
Abren con una sencilla y solvente ‘Sweet Jane’ –Lou Reed pertenece a la oficina Mainman–. El riff crujiente de ‘Jerkin’ crocus’ sabe Rolling Stones. ‘Soft ground’ suena como unas Arañas de Marte con John Lord en las teclas. El blues rock de ‘Ready to love’ anticipa el esquematismo endurecido de Mick Ralphs en su etapa posterior en Bad Company, con la interesante lírica de Mick Ralphs. ‘One of the boys’ vierte cal sobre el exceso de expectativas depositadas por el oyente en el mismo rock. El resto del material abraza sin pudor el arquetipo setentista del glam (‘Momma’s little jewel’, ‘Sucker’). El cierre, ‘Sea diver’, con arreglos de cuerda de Mick Ronson, evoca los pasajes melancólicos de “Transformer”. En vistas del tirón, Island mitiga su arrepentimiento con el lanzamiento del recopilatorio “Rock and roll queen”. Ahora Mott The Hopple son más conocidos que T. Rex en Estados Unidos. Ian Hunter se viene arriba y relata sus andanzas en un libro, “Diary of a rock’n’roll star”, por el que hoy se pagan pastizales en el mercado de segunda mano.
Ian Hunter, el cronista de la cósmica musical de América, termina aislado con tics de divo. El encajonamiento en el glam torpedea la evolución de Mott The Hopple a la larga. Se produce la inevitable fuga de cerebros. Hunter termina dominando la marca con absoluta egolatría y recluta más adelante a Mick Ronson, la mano derecha de Bowie, el hombre sin cuya guitarra hacha sería impensable el ‘Vicious’ de Lou Reed. Bowie seguirá grabando saxos bajo seudónimo, pero DeFries hace tiempo que se desentendió de la historia. ‘All the young dudes’ fue la cima: tercer puesto en las listas de singles en Reino Unido. Cuando se le pregunta, Hunter resta mérito a Bowie: “Fue injusto el éxito de ‘All the young dudes’. Comparado con Guy Setevens, Bowie no era nadie. Es un listillo. Siempre sabe qué hacer y cuándo hacerlo, pero, con una consola de sonido, Guy era un dios, un inventor”. Y reparte una de arena: “Jamás hubiese donado una canción como ‘All the young dudes’ a nadie”. Queda un documento irrepetible, la unión de Ian Hunter, Bowie y Mick Ronson con Queen, y su entramado de amigos, en el tributo a Freddie Mercury en Wembley, en abril de 1992, cinco meses después del fallecimiento del vocalista. ‘All the young dudes’ se revela luminosa, bisoña, al cabo de cuatro décadas y media.
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