«En su adolescencia, las personas de más de 45 años disponían de seis o siete discos para disfrutarlos durante una temporada. La profundidad de la inmersión emocional en aquellos discos no admite parangón con la que pueda darse ahora. Hoy un adolescente puede hacerse con seis o siete discos al día. O más»
En este artículo de opinión, Josemi Valle reflexiona sobre las nuevas formas de escuchar música, cuando la oferta de música gratuita ha provocado que ésta pierda su capacidad de penetración, pues «cuanto más accesible es un estímulo más evanescente es su impacto».
Texto: JOSEMI VALLE.
Ilustración: Sr.CU.
Los dos vectores de la música que tradicionalmente más han arraigado en los oyentes son los relacionados con la producción de resortes identitarios y la creación del sentimiento de pertenencia al grupo. La tribu urbana es un ejemplo paradigmático que aúna disfrute hedónico e identificación con el clan. Yo siempre he defendido que somos la música que escuchamos antes de cumplir los veintitantos. Somos la música que paladeamos cuando la música es un potente proveedor de identidad y nosotros estamos en una edad permeable y porosa, una edad en la que ansiamos encontrar puntos cardinales para nuestra vida. Hay una prueba muy ilustrativa que avala esta hipótesis. Cada vez que se publican en revistas musicales esas listas de los cien mejores discos de la historia, o las cincuenta mejores canciones del pop rock español, siempre coincide que los discos que trepan a los lugares más privilegiados de la lista son aquellos que se editaron cuando los críticos que participan en el escrutinio estaban transitando de la adolescencia al mundo adulto, de la impredecible juventud a una vida mucho más pautada. Hagan la prueba.
Desgraciadamente estos vectores congénitos a la música están en pleno proceso de evaporación. La hipertrofia de estímulos culturales y la multiplicidad de fuentes de abastecimiento que proporciona el e-mundo están provocando que los actuales aborígenes digitales no encuentren en la música ni identidad bien enraizada ni la vieja adhesión tribal. Las canciones contemporáneas se están encontrando ya con muchos problemas para alojarse en el imaginario colectivo, para entrar a formar parte de un argumentario generacional. El impacto emocional de un estímulo correlaciona con la competencia de estímulos afines, pero también con su accesibilidad. Cuanto más accesible es un estímulo más evanescente es su impacto. En la contemporánea economía de la atención un disco pugna por hacerse con la atención de un oyente que tiene a su disposición en menos de un minuto cualquier álbum editado en el planeta Tierra. En su adolescencia, las personas que ya han soplado más de cuarenta y cinco velas –los emigrantes digitales– disponían de seis o siete discos para disfrutarlos durante una buena temporada. La profundidad de la inmersión emocional en aquellos discos no admite parangón con la que pueda darse ahora. Hoy un adolescente puede hacerse con seis o siete discos al día. O más.
La velocidad de acceso y adquisición es directamente proporcional al olvido. Que tengamos acceso inmediato a cualquier disco convierte en materia vaporosa para la memoria todo lo que proviene de allí. No valoro que sea bueno o malo, genial o catastrófico para la difusión cultural, sólo hablo de la volatilidad del estímulo. La memoria no sólo almacena bytes de información, sino sobre todo significados, y las canciones desafortunadamente cada año traen adjuntados menos significados relevantes. Hoy oímos toneladas de canciones sin saber ni el título de la canción ni quiénes son sus autores e intérpretes. La lógica de mercado se ha instaurado en la música. Se trata de consumir convulsamente, deglutir con bulimia canciones despojadas de inversión emocional. Incluso muchos oyentes ya emplean terminología proveniente de la retórica del mercado: «Cada vez consumo más música». Nada que objetar a este dato. Ahora se oye infinitamente más música, pero creo que sería imperdonable soslayar que cada vez se escucha infinitamente menos.
El turboconsumo se ha instalado en nuestra relación con la música. Conozco gente que se baja con un clic de ratón toda la discografía de grupos con más de quince álbumes historiando su carrera. Oyen los discos, sí, pero en un momento en el que la atención es un recurso por el que beligeran miles de estímulos, no disponen ni de tiempo ni de predisposición para escucharlos. Pasa lo mismo con el aluvión de novedades. El disco siguiente llega tan rápido que el anterior no logra sedimentarse, erigirse en la banda sonora de algún capítulo emocional de cierto peso en el itinerario biográfico del oyente. Muchos se olvidan de que los discos llevan en germen la necesidad de ser escuchados varias veces, una canción requiere la repetición para acomodarse en el oído del oyente, para poder apreciar el ejército de detalles creativos que se agazapan en su interior, y luego dirimir su acceso o su expulsión de la memoria. La avalancha de discos cercena esta liturgia. Ante la imposibilidad de destinar atención plena a los discos en aras de poder oír la ingente cantidad de álbumes nuevos que no dejan de publicarse (la tecnología digital ha logrado que grabar un disco no sea una quimera como en anteriores décadas), o acceder a catálogos antes inexpugnables, el oyente y su facilidad de acceso a una sobreexposición inmensurable aceptan un destino aciago. No se deja de oír música quizá con la ilusión de encontrar un disco o una canción que le exulte, pero en ese afán de oírlo todo no se escucha apenas nada. La lógica de mercado vuelve a regular esta conducta. Pensamos más en lo que nos falta que en lo que poseemos. Imposible disfrutar. Imposible que un disco entreteja sólidos nexos emocionales.