“Como un Leonard Cohen pachuco o un Nick Cave reciclado en estudioso de José Alfredo, conjuró los evangelios de Jacques Brel y Keith Richards añadiéndoles una paleta millonaria en especias”
La gira internacional de Enrique Bunbury recaló esta semana en Nueva York, en dos conciertos consecutivos el 6 y el 7 de junio en el Irving Plaza. Al segundo, último show antes de su gira española –que arranca el 8 de julio en el Festival Cruïlla de Barcelona–, acudió Julio Valdeón.
Enrique Bunbury
Irving Plaza, Nueva York
7 de junio de 2016
Texto: JULIO VALDEÓN.
Fotos: IVÁN CÓRDOBA.
Mientras repaso el concierto de Enrique Bunbury en Nueva York (en realidad, han sido dos, lunes y martes; yo asistí al segundo), imagino a un crío que pregunta por esa cosa tan rara que escuchó el otro día.
—¿Abuelo?
—¿Sí?
—¿Qué es el rock?
El viejo tiene para elegir. ¿Le habla de la fama? ¿De caprichos y excesos? ¿De giras multitudinarias y escenarios monumentales? ¿Alude a las musas, el blues y la poesía? ¿Qué tal si enumera discos gloriosos, canciones legendarias y estribillos incandescentes? Todo sería más fácil, fuera dudas, si el chaval hubiera visto a Bunbury. Porque el otro día y durante dos horas largas nuestro despistado adolescente, enamorado de futbolistas y «youtubers» y amamantado en la banalidad de las redes sociales, habría recibido una respuesta inapelable.
El rock, en fin, es una sala, la Irving Plaza, muy cerca de Union Square, junto al East Village, donde un zaragozano ambulante oficia para un público de mil leches. Escoltado por una banda feroz en una noche que arrancó en lo más alto, como una final en la que el delantero golea desde el centro del campo en cuanto arranca el partido, mediante una bestial recreación de ‘Iberia sumergida’, el himno de Héroes del Silencio. Cada uno de los temas del grupo, de ‘La sirena varada’ a ‘El camino del exceso’ y ‘Avancha’, exhibieron el chasis de un meteorito en llamas. Mención especial para ‘Maldito duende’, con Bunbury literalmente apoyado en un mar de brazos y el Irving Plaza transformado en caldera. Se prestaba a ello la idiosincrasia de sus pistoleros. Unos Santos Inocentes que operan como conjunto clásico, batería, dos guitarras, bajo y teclados. Profesionales muy curtidos, aunque libres de los automatismos inevitables de muchos ases a sueldo, que saben cómo aportar filigranas, dobros y acordeones, cuando lo pide la ocasión.
‘El club de los imposibles’ puso el visor sobre esa barbaridad llamada «Flamingos», el disco que confirmó lo que Bunbury había insinuado con «Radical sonora» y remachado con aquella obra maestra titulada «Pequeño». Ante el pasmo general, frente al cinismo de quienes malvenden pasaportes de autencidad sin detenerse a escuchar, y muy lejos de conformarse con los caminos gastados, el que fuera mascarón de Héroes se había reciclado en otro. Abría las compuertas de un Bunbury poliédrico, inquieto, melómano, brillante, que entre otras audacias exploraría el cancionero popular hispanoamericano para llevarlo de la mano junto a Tom Waits y Goran Bregovich. Como si fuera un Leonard Cohen «pachuco» o un Nick Cave reciclado en estudioso de José Alfredo, conjuró los evangelios de Jacques Brel y Keith Richards añadiéndoles una paleta millonaria en especias.
El rock afilado de ‘Destrucción masiva’, con sus ecos alucinados y su letra de combate, tan apropiada para tiempos convulsos, desembocó en ‘Dos clavos a mis alas’, uno de esos temas que cedió a Raphael y que Enrique interpreta con la finura y la eficacia necesarias para situarlo en el ambiguo territorio, entre el intimismo descarnado y el pavoneo melodramático, que reclama. A partir de aquí ya todo fue un terremoto. ‘La sirena varada’ enloqueció a la gente y ‘Porque las cosas cambian’ sirvió para recuperar el «Helville de Luxe». Uno de los grandes discos, suyo o de cualquiera, de los últimos años. Un monumental catálogo de cuajo y rajo que buceaba en el rock USA y el country y del que los imbéciles de guardia destacaron cualquier anécdota excepto su inspiración monumental. Situada entre varios temas de Héroes, ‘Porque las cosas cambian’ sirvió para exhibir la distancia entre el Bunbury que un lejano día abusó del rock enfático y pesadote y el fulano inquietísimo que, sin olvidar su matriz rockera, también dialoga con Buck Owens, Roy Orbison y Adriano Celentano.
‘Que tengas suertecita’ abrió el arcón de otro disco imperial, «El viaje a ninguna parte». “Que no hagas caso de aduladores / que no te fíes de los vencedores / ganando competiciones / elecciones y popularidad”. Versos certeros y urgentes para su particular mezcla de ‘Forever Young’ y ‘Palabras para Julia’, o algo así, que enlazó con ‘Alicia (expulsada en el País de las Maravillas)’ y su exploración del corazón de las máquinas, aquí más cruda y dura, mientras que ‘El extranjero’ escupía sobre las tablas los efervescentes aires balcánicos del artista dueño de un estilo híbrido y libérrimo, con declaraciones de principios tan necesarias como ese rotundo “Los nacionalismos, que miedo me dan / Ni patria ni bandera /ni raza ni condición / Ni límites ni fronteras / extranjero soy”. Superfluo aclarar la emoción con la que fue recibida.
La bestial ‘Infinito’, borracha de mejicanismos, inclasificable y al mismo tiempo clásica, tanto que aún sabiendo que pertenece a «Pequeño» te preguntas si Chavela Vargas no la hizo suya allá por los cincuenta del D.F. más canalla y bohemio, dio paso a la torrencial ‘El hombre delgado que no flaqueará jamás’. Un «tour de force» que en directo acojona. ‘Despierta’, el aldabonazo político que abría «Palosanto», con sus guiños al rythm and blues tóxico de Mali y sus teclados gaseosos, añadía intensidad a la pócima. Le siguió una tacada de Héroes y la estremecedora ‘Lady blue’. Cantada, dicho sea, no muy lejos de los difuntos The Magic Shop, el cavernoso estudio del Soho donde fueron grabados los últimos dos discos de David Bowie y que chapó hace un mes, víctima de la ola especulativa que eviscera Manhattan. La alusión al Duque Blanco, a la tristeza y al “nada queda de las vueltas que el tiempo nos dio / todo se fue con el huracán”, más pertinente que nunca por cuanto ‘Lady blue’ invoca el pulso frío y derretido que patentó Bowie, puso el broche.
En la la rueda de los bises ‘Más alto que nosotros sólo el cielo’ presentaba a un Bunbury que sabe ajustarse el traje de terciopelo como nadie. ‘El rescate’, la desoladora carta de desamor de ese «Blood on the tracks» funambulista y viajero que es el «El viaje a ninguna parte», sonó junto a ‘La chispa adecuada’. ‘Los habitantes’, primera cata que ofrecía del fabuloso «Las consecuencias», del que también cantó la cegadora ‘De todo el mundo’ y la apropiada despedida de ‘…Y al final’, con su trote de vals mejicano y fantasmagórico, remachaban por todo lo alto un concierto histórico.
¿Qué es el rock?, pregunta el nieto a su abuelo mientras clava en la pantalla del teléfono su pupila azul. Bien, veamos. ¿Qué tal Enrique Bunbury, con seguridad la estrella más internacional que jamás hayamos tenido, mientras silba metralla y cauteriza heridas?
Y ya, aquí lo dejo, que por más que insista no hay forma de reembolsar mediante palabras todo lo que recibimos.