«Digan lo que digan los apóstoles del directo, por muy bueno que sea Bruce sobre las tablas, el canon se esculpe en los discos»
Springsteen tiene nuevo disco, «Wrecking ball», y pase lo que pase y el reciente pasado discográfico haya sido como haya sido, hay que dedicarle tiempo y atención, que para eso es el «boss». Julio Valdeón Blanco analiza con detenimiento esta nueva obra.
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
Que Bruce Springsteen trabaja duro nadie lo discute. Que merced a su efervescente talento ha levantado uno de los relatos más ricos de la historia del rock and roll pueden comprobarlo acudiendo a cualquiera de las obras que publicó entre su debut y 1987. Esto es, entre «Greetings from Asbury Park» (1973) y «Tunnel of love». Su producción posterior ha oscilado entre lo brillante, lo regular y lo mediocre. Entre lo hermoso, lo pasable y lo reiterativo. Solo a cuentagotas imprescindible. «Tunnel» fue un hermoso ejercicio introspectivo que lo arrojaba a playas no exploradas, luego de la fanfarria que trajo «Born in the USA» (1984). Necesitaba Springsteen desconectar de una fórmula que amenazaba con matarlo de éxito, como esas estrellas que explotan tras beberse el combustible. La arterioesclerosis del triunfo puede ser igual de nociva que la del fracaso. Te congela en una postura, un libro, un disco. Condenado a repetirlo y repetirte hasta paladear un limo espeso y maloliente. El virus de la autoparodia. Así, fue brillante el experimento «Tunnel». Incluso a pesar de la instrumentación. Esos caducos sintetizadores. Supimos entonces que existían otros caminos legítimos para su arte. Un disco sincero: arroja su propia desorientación. Es una obra monotemática. Consagrada al jergón y los cuernos. Allá al fondo, abogados. Fuera de «Blood on the tracks», intocable, pocos han dedicado en la tradición rock un disco completo al amor y quemaduras tan inspirado. La gira subsiguiente, menos. A pesar de unos maravillosos vientos soul y cambiar las posiciones de la E Street Band en el escenario. Aunque remozó algunos clásicos. El acabose llegó con el tour de Amnistía Internacional. Secó la alegría. Su cansancio era la consecuencia anunciada de una vitalidad que encontraba cada día menos alicientes en el deleite del éxito. Tocaba encerrarse. Comprar casa en L.A. Acudir al terapeuta. Disolver la E Street Band.
En 1990 Springsteen y su mánager, Jon Landau, barajaron la posibilidad de publicar los dos conciertos acústicos que ofreció en el Christic Institute. Una jugada maestra. Estrenó con estremecedora puntería canciones que en «Human touch» fueron sepultadas por unos arreglos medianos y una ejecución cuasi AOR. Con todo, lo peor no fue ni perder ese tren ni haberle entregado el cheque del finiquito a Clarence y compañía. Al cabo regresaría con ellos. Todos volvemos al lugar donde fuimos felices, siquiera para depositar unas flores. Tampoco entregar dos discos mediocres (ok, «Lucky town» no está mal) mientras nos preguntábamos si era cierto que ’57 channels’, ‘Gloria’s eyes’ o ‘Cross my heart’ habían recibido el visto de bueno del mismo tipo que un día guardó en el cajón ‘Roulette’, ‘Man at the top’ o ‘Murder incorporated’. Aunque los controles de calidad ya no funcionaban como antaño y el divorcio con las musas parecía evidente, lo peor, lo terrible en el largo plazo, fue la mala recepción sufrida por «Lucky town». «Human touch» era pura retórica: diálogos de películas, gestos cansinos. «Lucky town» apuntaba otras maneras. Más inquietas. El artista hablaba de sí mismo con imágenes y guitarras recién cocinadas. Fue evidente el descontento general ante aquellas historias en primera persona. Firmadas por un músico multimillonario. Casado en segundas nupcias. Padre feliz. Al que no le permitíamos otro traje que el de juglar del lado oscuro del sueño americano. Como resultado del paraguazo recibido, por parte de la crítica y el público, no volverá desnudarse. Para sobrevivir, acude a recursos externos.
Destaca el trabajo literario, casi intertextual, desarrollado en el magnífico «The ghost of Tom Joad» (1995). O la erudición, no reñida con una refrescante naturalidad, del estupendo «We shall overcome» (2006), su mejor obra de la pasada década si no fuera porque solo contiene versiones. O «Devils & dust» (2005), que sufre por gracia de la plastificada cirugía que aplicó Brendan O’Brien. Productor de relumbrón, había convencido en 2002 a Springsteen de que la E Street Band necesitaba renovarse. «Actualizarse». Ejem. Lo consiguió. Sus funestas consecuencias perduran. «The rising», con sus grandes canciones y evidente moralla, disco desequilibrado, pleno de aciertos y trompazos, es fruto de su época. Un tiempo en el que lo que vendía (y vende) en el circuito «mainstream» es un rock desnaturalizado. Higienizado. Hinchado. Fofo. Que en el caso de Bruce ahoga el mordiente de la E Street con instrumentación innecesaria y regustos metálicos. «Magic» (2007) supone una decepción incluso mayor: un muy buen disco machacado por unas mezclas torpes. Víctima de una compresión infumable. «Working on a dream» (2009) es ya un desastre repleto de autotópicos: ‘Outlaw Pete’ parece una involuntaria parodia de las canciones épicas de otros tiempos. Como si incapaz de creerse lo que cuenta recurriera a una ironía posmoderna que no domina. Abrumado por los experimentos fallidos, ‘Good eye’, y banalidades, ‘Queen of the supermarket’, fluye a grandes bocanadas hacia la irrelevancia. Una constante a la que parecía inmune durante sus años de gloria. Una lástima. Durante el periodo Springsteen ha escrito temas soberbios. ‘Into the fire’, ‘Nothing man’, ‘Further up (on the road)’, ‘My city of ruins’, ‘Long time comin», ‘I’ll work for your love’, ‘Magic’ o ‘Last to die’. Incluso «Working on a dream» contiene canciones estupendas: ‘My lucky day’, ‘The last carnival’ o T’he wrestler’. Joyas rodeadas de bisutería. Enmohecidas por decisiones ulteriores. Fallaban la edición y el envoltorio.
Por lo demás, si algo comparten «The rising», Magic y Working on a dream», aparte de hallarnos, con diversos grados de intensidad, ante oportunidades casi tontamente perdidas. Si algún elemento resulta común, es que renuncia a escribir historias con nombre y apellidos. Historias de obreros en paro, asesinos o cantantes desesperados por triunfar en las que siempre sobresalió su oído de gran narrador. La aureola de quien sabía hurgar, preciso, delicado, en las vidas ajenas. Hombre, encontramos algunas canciones así. Pocas. Tampoco frecuenta ya la veta autobiográfica. Sellada desde 1992. ¿Qué resta? Los Grandes Temas Sociales. No con protagonistas diferenciados. En mayúsculas. O sea, igual que hiciera en «Darkness» o «Nebraska», pero como categorías generales. Llamamientos a la rebelión donde antaño aullaban tipos desamarrados del mundo. «Outsiders». Gente acuciada por la tinta ciega de las facturas. Padres que hacían agua. Madres solteras o jinetes nocturnos. Himnos en lugar de polaroids. Cornetas en vez de narrativas atentas al detalle. Centradas en la tos seca del conductor borracho. Que suplica el perdón de su multa a un nocturno policía. Comprender estas contradicciones. Remontar río arriba los orígenes del sonido que solicita actualmente a la E Street Band. Con la idea de pelar «Wrecking ball». Su innegable lote de ansiedad y belleza. Sus agujeros.
«Ron Aniello, su nuevo productor, tampoco entiende las necesidades. O Bruce, sencillamente, conserva facultades ante el cuaderno y el micro pero las ha perdido ante la consola»
«WRECKING BALL», EN EL PLATO
Un disco, el de 2012, que aúna lo mejor y lo discutible del Springsteen actual. Un disco enfadado. Decepcionado con la administración demócrata y oliendo azufre cuando piensa en lo que hubo antes y lo que podría regresar. Que explica el patriotismo como una fórmula de solidaridad y no como un pasear de escudos. Populista pero honesto. Capaz de pasar a limpio la historia americana en unos textos, hablo de los mejores, desesperados, sutiles y cultos. Que a ratos cae en la frase estéril. Nada nuevo en la poesía política, militante. Donde si te descuidas resbalarás del fresco social al panfleto didáctico. Esa crucial distancia entre celebrar al hombre mediante imágenes turbadoras y la homilía dominical, soporífera. Si ocurre en el «Canto general» nerudiano, en los poemas de Miguel Hernández y en el «Juan Panadero» de Alberti, o en la obra de Pete Seeger, tampoco extraña que le suceda a un Springsteen que no siempre acierta armándose defensor del paria. Más por cuestiones instrumentales, agotadoras, que poéticas.
Cierto que sin O’Brien, el sonido ha mejorado. Me refiero a la maldita compresión. Pero Ron Aniello, su nuevo productor, tampoco entiende las necesidades. O Bruce, sencillamente, conserva facultades ante el cuaderno y el micro pero las ha perdido ante la consola. Para su nueva aventura recupera instrumentistas de la «Sessions Band». Después los entierra malamente con loops y baterías sintéticas. Como si quisiera vampirizar el folk digital de Arcade Fire. Prestidigitación de laboratorio. Que en manos de los Portishead de hace una década aburrirían. En las de Bruce naufragan.
‘We take care of our own’ sirve como apertura. Algunos comentaristas la han comparado con ‘Born in the USA’. Se equivocan. Si buscara antecedentes los encontraría en ‘Lonesome day’. El paralelismo, fácil gracias al violín de Soozie Tyrell. Un instrumento que ruge cuando lo obliga a gritar en los bajíos folkies. Mantecoso en su desafortunada veta pop. Ecos de, sí, New Order, de los mentados Arcade Fire. Para un producto emparedado por su horror vacui.
‘Easy money’: baterías y palmas programadas. Enfatiza el aire celta. Irlandés. Ha ofrecido golosos resultados con «We shall overcome». Cuando primaba la toma a la primera. Necesaria en un género frágil. Que necesita disparos a quemarropa. No la vena inflada y teatral: esos coros. Al final Soozy toca con duende. Tarde. Un muro ciega una letra acreedora de ‘Atlantic city : «No tiene ningún secreto, señor / no escuchará un sonido / Cuando todo su mundo se derrumbe / todos esos peces gordos pensarán que es divertido / Voy a la ciudad ahora, a buscar dinero fácil / Tengo una Smith&Wesson del calibre 38 / Tengo un fuego del infierno ardiendo y una cita / He conseguido una cita en la orilla lejana / Luminosa y soleada / Voy esta noche a la ciudad, en busca de dinero fácil».
El rumbo cambia con ‘Shackled and drawn’. Infecciosa. Con los sentidos folk bien puestos. Aún mejor si no insistiera en sobreproducir. Una decisión orientada a rellenar los inmensos campos de viento de los estadios, masificados pesebres ancestralmente ligados a la obviedad. La estampa, digna de Woody Guthrie: «El tahúr tira los dados / El trabajador paga la factura / Todo funciona / En la colina del banquero / Arriba, en la colina del banquero / La fiesta crece / Mientras aquí abajo / Estamos encadenados y demacrados / Encadenados y demacrados / Carga la roca, hijo, y transpórtala / Caminamos por la oscuridad / En un mundo que va mal / Me levanté esta mañana encadenado y demacrado». En palabras de Greg Kot («Chicago Tribune»), «el arreglo emplea un elenco de miles de personas en un coro entusiasta, como si quisiera aliviar la dura realidad de la letra. Una cosa es superar la desesperación mediante el poder de la canción. Otra muy distinta enterrarlo bajo el sonido de una banda que desfile el 4 de julio».
‘Jack of all trades’. En principio una balada que diría haber escuchado mil veces. En principio. Porque según avanza, amigo. Según crece, teje un retrato exasperado para sumar un piano bellísimo. Una trompeta remota que camina por la partitura como sonámbula. Un solo de guitarra, cortesía de Tom Morello, ciego de lirismo. Conmovedora. Agradecemos la abstención del griterío. Respecto a la letra, John Camaricana, en el «New York Times», dice que «cuando Springsteen entona ‘Segaré tu cesped, limpiaré las hojas de tu sumidero’, la empatía con el trabajador literalmente me da náuseas». Una crítica fácil. Dudar de la honestidad del creador en función de su cuenta corriente. Como si el pintor necesitara conducir para dibujar coches, el director de westerns haber vivido la conquista del Oeste para rodar películas o el cronista de la miseria vivir entre ratas. La respuesta de Jon Pareles, también crítico del «Times», contundente, nos alivia de lugares comunes: «¿Qué esperas de él? ¿Su declaración de la renta? Esto apunta al problema que solo tiene Springsteen (puedes incluir o no a Neil Young). Es la superestrella a la que suponemos limpia de corazón, absolutamente serio en su papel de portavoz de la clase obrera y el (derrumbe) del sueño americano, pero al mismo tiempo nunca dejó de ser un cantante de rock and roll. De modo que se mete en líos si se pone muy serio, se mete en líos si introduce una broma en las letras, si es demasiado sombrío o didáctico, o si todo lo que pretende es hablar de las chicas con sus ropas de verano (aunque en realidad estaba pensando en la soledad y la muerte)». Me retrotrae a la teoría que esbocé al principio del artículo. En 1982, cuando publicó «Nebraska», Springsteen ya era rico. No requería acudir a la cola del paro para establecer puentes emocionales con los perdedores del sueño americano. Si ya no hila historias individuales lo achaco a su idea, legítima, de ejercer como cronista histórico. Pintor de batallas. Guthrie del siglo XXI. No dudo de sus buenas intenciones. Ni de su valor. Busquen ustedes a una mosca cojonera semejante en el autista, esteticista rock and roll patrio. Ahora, si enarbolamos las ganas de cambiar la sociedad usemos el embrague, los resortes que permitan gritar sin abusar del grito. Sonoridades menos evidentes. Más orgánicas. Sutiles o delgadas. Leves, no ligeras. Que subrayen el mensaje.
‘Death to my hometown’ retoma el orgulloso pulso folk. Arboladura de marcha irlandesa. En el disco funciona. Aunque la flauta, etc., reclamaban más presencia. Incluso el Springsteen enamorado del dudoso paraíso digital es incapaz de ahogar semejante combinación letra/melodía. «No nos volaron las balas de los cañones / No nos tumbaron los rifles / No cayeron bombas del cielo / Los ejércitos no asaltaron las playas / por las que habíamos muerto / Los dictadores no fueron coronados / Me desperté en una noche silenciosa / Nunca escuché ni un ruido / Los delincuentes asaltaban en la oscuridad / Y trajeron la ruina a mi ciudad, muchachos / la ruina a mi ciudad / Destruyeron nuestras familias y nuestras fábricas / Nos arrebataron nuestras casas / Dejaron nuestros cuerpos al raso / para que los buitres nos picotearan los huesos».
‘This depression’. Oscura curiosidad. Machacada por una percusión cansina. Unos bombos, para entendernos, artificiosos. Como de los años ochenta. O, glups, como los que elegiría su infame vecino Bon Jovi. Gordos. Cual cachorro de elefante marino inflado a diario con cuatro kilos de grasa.
Justo cuando enfilábamos los angostos pasillos de la depresión, a punto de certificar que el disco, cuando brillaba, cae, tronan ‘Wrecking ball’. Vibrante y fogosa. Impactante. El maridaje rock/folk funciona a mil por hora. Las guitarras galopan. Los vientos y violines copulan jadeantes. El clímax me encuentra de rodillas. Orante o sin fuelle. Entre noqueado y estupefacto. Preguntándome si el disco es bueno. Si malo. Si lo contrario. «Cuando todo este acero e historias / se amontonen para oxidarse / y toda tu juventud y belleza / hayan sido entregadas al polvo / y tu juego haya sido amañado / y todas nuestras pequeñas victorias y glorias / se hayan transformado en aparcamientos / Cuando tus mejores esperanzas y deseos / se hayan dispersado en el viento / y nos quememos contrarreloj / y lleguen los momentos difíciles / los momentos difíciles se vayan / los momentos difíciles lleguen / los momentos difíciles se vayan (…) sólo para volver otra vez / Trae tu bola de demolición». Tiene las dosis justas de innovación. Supeditadas al mensaje. No al contrario.
Para complicarnos arranca ‘You’ve got it’. Maravilloso medio tiempo. Brillantes costuras del mejor soul. Influencia romántica de un Roy Orbison de terciopelo. Reconozco al cantante que puede enloquecerte. Cuando suena falsamente liviano. Al vocalista sexy, febril, sinuoso, lúbrico de algunos pasajes del «Born in the USA». ¿He dicho ya que Springsteen canta en este disco con su mejor voz de los últimos diez años?
Vuelvo al colchón de clavos con ‘Rocky ground’. Martirizada por la cursilería de unas voces que chorrean pachulí. La canción no anda lejos de ‘Streets of Philadelphia’. De algunos de los experimentos que publicó en «Tracks». La arruina la falta de contención. El abandono de aquel agradecido esquematismo. El lenguaje es heredero de la imaginería bíblica que reconocemos en Bob Dylan: «Cuarenta días y cuarenta noches fregaron esta tierra / Jesús dijo a los mercaderes / en este templo no podéis estar / Encuentra a tu rebaño, ayúdale a llegar a un terreno elevado / La inundación crece, somos los hijos de Cana / Hemos viajado por un terreno rocoso / un terreno rocoso». El loop de gospel añejo enfatiza el oprobio de los coros contemporáneos. La distancia entre una interpretación cruda y otra digna del «El rey león».
El disco recupera fuelle con ‘Land of hope and dreams’. Conocida desde hace más de una década. La ha cantado en directo doscientas veces. O trescientas. Atención, aquí el masaje electrónico refresca. Acompañado por guitarras doradas. Por una mandolina chispeante. Homenajes a Curtis Mayfield y su ‘People get ready’. Un himno que no es bueno por sus buenas intenciones sino por su impagable capacidad para que la arrebatada interpretación de una letra que en otra garganta sería puro cliché, te consuele. «Coge tu billete y la maleta / El trueno rueda por la vías / No sabes donde ir / pero sabes que no volverás / Bueno, cariño, si estás cansada / reposa tu cabeza en mi pecho / Nos llevaremos lo que podamos cargar / y dejaremos el resto / Grandes ruedas surcan los campos / donde la luz se derrama / Reúnete conmigo en una tierra de sueños y esperanzas / Te mantendré / y estaré a tu lado / Necesitarás un buen compañero / para esta parte del viaje». Encima escuchamos, dos veces, el saxo de Clarence Clemons. Creíamos ser inmunes a la nostalgia y la muy puta nos come el estómago.
‘We are alive’, homenaje a Johnny Cash (‘Ring of fire’), cierra con country evocador una letra en absoluto liviana. Atención a la clase de historia: «Una voz gritó / Me asesinaron en Maryland en 1877 / Cuando los obreros del ferrocarril se levantaron / Bueno, a mí me asesinaron en 1963 / una mañana de domingo en Birmingham / Bueno, fallecí el año pasado, cruzando el desierto del sur / Mis hijos quedaron atrás en San Pablo / Abandonaron nuestros cuerpos / aquí para que se pudrieran / Por favor, hacedles saber / que estamos vivos / y aunque yacemos abandonados / aquí en la oscuridad / nuestras almas se elevarán / para llevar el fuego y encender la chispa / para pelear hombro con hombro / corazón con corazón / Deja que tu mente descanse / Duerme bien, amigo mío / Son solo nuestros cuerpos / que al final nos traicionan». Referencias a la gran huelga del ferrocarril del XIX y su terrible represión. A las bombas en una iglesia baptista de Alabama, en 1963. A los que viajan para curarse la miseria al otro lado de la raya, muertos en las trincheras del desierto. Redención cristiana y lucha obrera.
Concluyo. Nos hemos librado de O’Brien. Celebrémoslo. Aunque sería prudente abandonar unas veleidades revolucionarias en lo formal. Lejos de renovarlo, lo estrangulan. Springsteen es un tradicionalista. Lo era en tiempos de «Born to run», «Darkness» o «The river», cuando el mundo flipaba con la disco-music, el punk o las hombreras de la Nueva Ola y él apostaba por Phil Spector, Gene Vicent, las Ronettes, Hank Williams, Woody Guthrie o Martha and the Vandellas. Debería mantenerse ahí. Su inmenso talento reside en actualizar el pasado. Según el manual de un conservadurismo rocker repleto de originalidad. Reactivo a excesivas transfusiones. Enemistado por mor de su visceralidad a la sobreabundancia de decorados.
Si dispones de la E Street Band, toca mirándote a los ojos y empaqueta la catarsis. Como demuestran sus apabullantes apariciones la pasada semana en el «Late Night Show de Jimmy Fallon». Una barbaridad donde la banda, y Bruce con ella, ardieron de punta a punta. Cegadora exuberancia que corrobora hasta que punto necesita alejarse de productores «cool», sofisticados brujos y guapeados profetas. O si ‘Rocky ground’ o ‘This depression’ hubieran sido agraciadas con una producción a cargo de los Cowboy Junkies, los Dubliners, de un Shane MacGowan hasta el culo de whisky, del impecable Elvis Costello de «Secret, profane & sugarcane», del Hank Williams III de «Ghost to a ghost», si el plan pasaba por la iconoclastia, o el Rick Rubin que trabajó con Johnny Cash si nos ponemos serios, sobrios, duros, o un Joe Henry, un Buddy Miller, que le aconsejen y ayuden.
Escucho «Wrecking ball» y encuentro, tras la hojarasca, un poderoso conjunto de canciones. Un híbrido entre «The rising», que tan bien funcionó en ventas, y el aura folk de la «Sessions Band», bendecido por inmejorables reseñas. Aguardo al directo para disfrutarlo. Libre de estomagantes geles. Los conciertos como asidero de quienes necesitamos limpiarnos del triglicérido concebido en el estudio. El problema, digan lo que digan los apóstoles del directo, por muy bueno que sea Bruce sobre las tablas, es que el canon se esculpe en los discos. Desde el 87, si quieren desde el 95, falta una aportación maestra. Sin fisuras.