30 ANIVERSARIO
«Composiciones brillantes, tremendamente personales, que reflejaban un mundo propio en el que el surrealismo y la ciencia ficción se daban la mano»
Fernando Ballesteros reconstruye la historia de Bossanova, el disco que sucedió al exitoso Doolittle que los Pixies publicaron el año anterior. Un reto para una banda que no pasaba su mejor momento.
Pixies
Bossanova
4AD RECORDS, 1990
Texto: FERNANDO BALLESTEROS.
Algo muy poderoso se movía en el año 90 del siglo pasado en el subsuelo de la industria del rock and roll. Y la verdad es que los Pixies (a quienes entrevistamos aquí hace unos meses) habían hecho lo suyo, que era bastante, para convertir el panorama en una situación más que propicia para lo que iba a ocurrir unos meses después. Otros habían jugado un papel importante y la historia les iba a reconocer, pero, en todo aquello, los de Boston estaban en la primera línea. El propio Kurt Cobain llegó a decir que habría visto colmadas sus expectativas en la música montando un grupo de versiones de los de Black Francis. Cojan esa frase y háganse a la idea de lo que significaban para él.
Mientras el paisaje general era este, en el seno del grupo también se avecinaba seísmo. Los temblores, motivados por la complicada relación entre el vocalista y la bajista Kim Deal, eran habituales e iban a desembocar en la gran crisis. Pero hasta que llegó ese punto de no retorno aún nos iban a ofrecer alguna que otra muestra de su grandeza. Lo hicieron, eso sí, de una forma bastante diferente a lo que habían acostumbrado. Y nos referimos a cómo se gestó su album de 1990, Bossanova. Francis, con el éxito de Doolittle aún reciente, decidió que iba a tomar las riendas de la banda y se puso manos a la obra en su objetivo de componer su siguiente trabajo sin dejar espacio a las aportaciones de Kim que, hasta ese momento, habían enriquecido el resultado.
Tal vez este fue uno de los motivos por los que la crítica no fue especialmente benévola con Bossanova, un gran disco, sí, pero, para casi todos, inferior a su anterior obra. Es 2020, han pasado los años —dios mío, ¡treinta ya!— y resulta que el tercer elepé de los duendecillos le puede mirar a la cara a su predecesor. El resto, cuestión de gustos.
Un grupo roto
Estamos en enero de 1990 y algo se ha roto en los Pixies. Deal estaba en Inglaterra y su principal preocupación, en aquel momento, era grabar el primer disco de The Breeders, por aquel entonces su proyecto paralelo. Mientras tanto, el resto de la formación dejaba Boston y se mudaba a Los Ángeles. Finalmente, la bajista viajaría a California para reunirse con sus compañeros. Los cuatro, dirigidos por Gil Norton en la grabación, terminarían dando a luz un sobresaliente conjunto de canciones.
Los Cherokee Studios iban a ser el primer escenario de la grabación, pero algún que otro problema técnico iba a motivar el traslado a a los Silverlake Studios de Hollywood. Por cierto, Rick Rubin tuvo algo que ver en la solución de aquellos contratiempos: el barbudo le propuso a Gil el trasvase. Lo que no cambió lo más mínimo es el plan que tenía Black Francis, que compuso todos los temas, la mayor parte perfilados en los mismos estudios. Atrás habían quedado las largas sesiones en el local de Doolittle. Dos semanas de ensayos y ¡a por ello!
El disco terminó llegando a las tiendas el 13 de agosto y, si uno hace caso a su contenido, lo cierto es que nada hacía presagiar que el final de la banda estuviera tan cerca. Lo que allí se escuchaba era el trabajo de cuatro músicos que, juntos aunque ya no tanto, seguían haciendo magia en forma de canciones. Composiciones brillantes, tremendamente personales, que reflejaban un mundo propio en el que el surrealismo y la ciencia ficción se daban la mano. No, los Pixies no se habían convertido en un grupo convencional, e incluso dentro de los parámetros de lo subterráneo, seguían circulando por su propio carril y en solitario.
Se movían en otro mundo, el suyo, el que habían ido forjando desde los tiempos de su mini Come on pilgrim y que depuraron en sus siguientes pasos: Surfer rosa y el magnífico Doolittle, una de esas obras que deja a sus autores en la díficil tesitura no ya de superarla, sino de acercarse a su grandeza. Y, en el peor de los casos, en el más cicatero de los juicios críticos, los Pixies consiguieron lo segundo.
Un cancionero urgente
La puesta en escena, con la relectura del «Cecilia Ann» de los Surftones, era toda una invitación a subirse a la nave para cabalgar a lomos de un chute de surf espacial. El ataque del segundo asalto, la salvaje «Rock music», se convertía en todo un golpe en el estómago, con Black Francis dejándose la voz en el empeño.
Cuenta la leyenda, que no he leído confirmada por sus protagonistas, que Black Francis escribía las letras en servilletas apenas cinco minutos antes de grabar las pistas vocales. En ellas, sin embargo, esas prisas no trajeron consigo grandes novedades. Seguían siendo básicamente raras, extrañas. Procedentes del espacio exterior. Eran textos que le venían como anillo al dedo a las marcianas composiciones del vocalista. Él lo dominaba todo, los Pixies eran ya su reino, pero, a pesar de todo, la personalidad de una mujer tan sobrada de talento como Kim seguía enseñando la patita. Así que «Velouria» y «Allison» contaban con la presencia de sus voces para darle un plus al resultado final. La segunda es una pieza de poco más de un minuto, a medio camino entre el surf y el pop cargado de guitarrazos. «Velouria» fue elegida como single, un clásico instantáneo en el que Francis canta como nunca.
«Is she weird» era obsesiva, repetitiva, puro Pixies, y el binomio formado por «Ana» Y «All over the world» merece un capítulo aparte. Para empezar, siempre he sido incapaz de imaginarlas por separado. «Ana» es una canción lenta que llega desde el espacio para conquistar con sus guitarras deliciosas mientras la voz te envuelve y te acaricia con cuidado, mientras que «All over the world», la más larga de la entrega, es una de esas canciones que va ganando con el paso de los segundos hasta terminar en lo más alto después de atravesar parajes de guitarras poderosas y voces que hablan y se alejan. Hipnótico.
Hasta aquí todo son triunfos, aunque bien es cierto que la segunda parte del disco baja algo el listón. Es en esa ligera pérdida de fuelle donde Bossanova puede caer derrotado en la comparación con Doolittle. Aun así, esta segunda mitad del disco no es poca cosa, aún hay mucha tela que cortar. Por ejemplo, la de «Dig for fire», que suena alegre, presume de riff, juega… y gana, antes de que «Down to the well» deje claras las cosas a base de guitarrazos y «The happening» termine inundándolo todo de una melodía sublime.
«Blown away» es misteriosa y cuenta con un trabajo de guitarras espectacular y esas voces que llegan desde un sitio que parece lejano. Muy buena canción en todo caso. Bastante mejor que «Hang wire», que cae en el lado de lo menos memorable del disco. El final con «Stormy weather» y la bonita «Havalina», en la que Francis y Deal unen sus voces, vuelve a situar las cartas ganadoras encima de la mesa. Los de Boston lo habían vuelto a hacer.
El álbum fue bien recibido por la crítica, aunque con menos entusiasmo que el que le brindaron a su predecesor, y en las listas escaló hasta el número tres en el Reino Unido. En su tierra, sin embargo, se tuvo que conformar con una discreta entrada entre los cien primeros. Pero ¿saben lo realmente importante? Bossanova ha crecido con el paso de los años y eso es algo de lo que solo pueden presumir los trabajos que nacen con vocación de perdurar en el tiempo y convertirse en clásicos, aunque sean menores.
Lo de las críticas, algo tibias, se repitió con su siguiente disco, Trompe le monde, maravilloso canto del cisne de aquellos Pixies que, más allá de los movimientos sísmicos que se vivían en su interior, recorrieron un camino en el que no se permitieron ni un desliz. Todo entre el 87 y el 91 roza la perfección. Black Francis, Kim, Joey y David Lorering se fueron y lo dejaron en todo lo alto.
El resto es historia. Otros consiguieron la gloria comercial que podía haber sido suya y los Pixies terminarían volviendo, primero a los escenarios y posteriormente al estudio de grabación, para protagonizar una segunda vida muy, muy distinta, que nos trae a un presente casi reciente con el Beneath the eyrie que publicaron el año pasado. ero ese es otro cantar y no tan glorioso como los que encerraban los surcos de Bossanova.
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Anterior entrega: Ragged glory, cuando Neil Young recuperó la gloria perdida.