Bone machine (1992), de Tom Waits: La muerte a bordo de la máquina de huesos

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TREINTA ANIVERSARIO

«No, no es un disco fácil. Ahora bien, cuando entras en él, vives toda una experiencia»

 

El undécimo álbum de estudio de Tom Waits cumple treinta años. Es un buen momento para recordar qué supuso en la carrera del músico y por qué, pese a ahondar en asuntos como la muerte y el dolor, sigue siendo uno de sus trabajos más brillantes. Fernando Ballesteros profundiza en sus letras, su sonido y sus intenciones.

 

Bone machine
Tom Waits
ISLAND RECORDS, 1992

 

Texto: FERNANDO BALLESTEROS.

 

Hace un tiempo leí que los grandes seguidores de Tom Waits, los incondicionales,  eligen Rain dogs para presentar al artista a alguien que se acerque por primera vez a su obra, y me parece una elección lógica, es un buen punto de partida. Con Bone machine como puerta de entrada, la historia sería muy diferente. Básicamente porque muerde. No, no es un disco fácil, incluso en el contexto de una obra como la de Waits. Ahora bien, cuando entras en él, vives toda una experiencia. Es diferente, inspirado, desafiante.

Para entender el punto crucial  en el que se encontraba el autor a estas alturas de la película, conviene recordar que venía de la trilogía que iba a marcar su carrera y a dirigirle por el campo de la experimentación. Si admitimos, sin darle muchas vueltas,  que su obra se puede dividir en dos, como tradicionalmente se hace, Swordfishtrombones, Rain dogs y Frank´s wild years supusieron su salto a otro estadio y le metieron en la segunda etapa.  Pero, dentro ya de esta, Bone machine va aún más allá, mucho más allá, y supone una ruptura con ese pasado, más o menos, en la misma medida en la que sus tres discos anteriores habían roto con los primeros siete, los que arrancaban con  Waits, al piano, bañado en alcohol  y con su voz aún no del todo cavernosa.

 

Creando en “la habitación de Waits”

Un suelo de cemento y un calentador era todo lo que había en la habitación en la que Tom grabó Bone machine. Una sala del Praine Sun Recording, en California,  que se convirtió en el hábitat perfecto para darle forma a su trabajo más arriesgado. Hasta tal punto se sintió cómodo para crear entre aquellas cuatro paredes, que el habitáculo en cuestión es conocido como “la habitación de Waits”. Solamente cemento, un aparato para mantener una temperatura agradable y un buen eco. Suficiente.  El resto, estaba en la cabeza y en el oído privilegiado de un artista único.

Tom llevaba un lustro sin publicar un disco con nuevas canciones. Es verdad que, en 1988, se había editado el directo Big time. Pero la vertiente principal de su carrera estaba aparcada en beneficio de otros proyectos, como su trabajo en la banda sonora del film de Jim Jarmusch, Night on earth, en 1992, o en la obra The night rider que terminaría convirtiéndose en disco en 1993.

El hecho de tomar distancia con su obra y una discografía en constante evolución, que había arrancado en 1973 con Closing time, debió animar, aún más, su espíritu indómito. Lo suyo no era acomodarse y para Bone machine decidió que era el momento de otro gran salto. O simplemente le brotó ese impulso, que vaya usted a saber cómo funciona la mente de alguien así a la hora de crear. El hecho indiscutible es que este viaje no iba a ser sencillo. Tampoco para el que se enfrentara cara a cara con el disco. Y estoy pensando en los familiarizados con su obra, no quiero ni imaginar el shock sufrido por aquellos que aterrizaron en su universo a través de este elepé.

Cierto es, que Tom, como es costumbre en él, no hace trampas. Ya desde el comienzo nos da la bienvenida –o habría que decir que nos lanza una advertencia– a través de “Earth died screaming”, con un desfile de huesos que hacen las veces de base e inquietante percusión a su poesía apocalíptica, antes de que el bajo del Primus Les Claypool aparezca en la escena. La muerte, protagonista presente en todo el disco, aparece en “Dirt in the ground” como un canto fúnebre y, cuando el piano nos conduce a su final, Waits ataca con una de las canciones más  impactantes  de su creación más extrema. Y es que “Such a scream” es una auténtica barbaridad, pura estridencia. Saxofones, percusión primaria, todo un viaje cacofónico de apenas dos minutos, antes de que el falsete de Tom nos conduzca por los paisajes terroríficos y bíblicos de “Who are you”.

Si hay una canción que ilustra, lo difícil que lo pone Waits para entrar en Bone machine ésta es “The ocean doesn’t want me”. Lo podríamos decir de casi todas las canciones del álbum, pero el hecho es que, en este caso, estamos ante uno de esos temas que solo tienen explicación y sentido en el conjunto de la obra. Y aún así, cuesta. “Jesus gonna be here”, sin embargo, se erige como uno de los puntos álgidos del disco con la voz como principal y casi única protagonista. Hay tanta carga de intensidad en esta primera parte del elepé, que se agradece la llegada de “A little rain”, casi como un respiro a modo de paréntesis, con Waits sentado al piano y remitiéndonos de forma remota al artista que fue en otra vida ya muy lejana.  “In the Colosseum” abre la segunda mitad del álbum  como la constatación, para el autor, de que Hobbes tenía razón con aquella sentencia sobre el hombre como enemigo del hombre que nos enseñaron en el  instituto. Referencias a Roma entre oleadas del sonido destartalado que marca el disco. No hay tiempo para la relajación.

Aunque, igual sí que hay cierta tregua,. Por lo menos, llegados a este punto,  la muerte, hilo conductor a lo largo de Bone machine, no está presente en el que, con todas las reservas del mundo, podemos considerar como el éxito del disco. No es que a primera escucha se le pudiera atribuir un gran potencial comercial, pero el hecho es que “Goin’ out west” tuvo presencia en los medios, apareció en la película El club de la lucha, ha sido versionada por otros artistas y es uno de los títulos del disco que más recorrido ha tenido. Y si en lo lírico se mueve por libre, en lo musical, no se aparta de la línea de sus quince compañeras.

La muerte, el asesinato, vuelve a golpear en “Murder in the red barn”, en la que Waits tira de licencia para trasladar un hecho histórico ocurrido en Inglaterra, al sur de los Estados Unidos. “Black wings” es atravesada por una guitarra con sabor western que le da un encanto especial a sus ribetes épicos, mientras que el miedo que tienen las personas a jugársela y las consecuencias de no haber asumido esos riesgos, que desembocan en la sensación de haber dejado pasar la vida, es el mensaje que domina en “Whistle down the wind”. Y frente a esa realidad, otra muy diferente: la del joven que se rebela contra la madurez y el envejecimiento que llega, justo, en el siguiente corte con la juguetona “I don’t wanna grow up”, una de esas melodías que, despojadas de buena parte de sus complicados ropajes,  le pueden funcionar hasta a los Ramones que se encargaron de demostrarlo con la versión que incluyeron  en su disco de despedida.

El final de “I don’t wanna grow up” da paso a “Let me get up on it”, casi una anécdota que no llega al minuto y que ejerce de puente entre la anterior y el final, por todo lo alto que es “That feel”, la última canción del disco. La atmósfera que consigue parece concebida como un tributo a la resaca y  es un cierre perfecto. Todo en ella remite a “esa sensación” que intenta transmitir Waits con rotundo éxito. Y no lo hace solo, le acompaña el mismísimo Keith Richards que se une a su canto. Juntos, entonando a su manera, terminan generando la imagen de dos viejos amigos, abrazados, celebrando en un coro cargado de emotividad.

 

Una forma de conmover más allá de las palabras

Los textos de Bone machine son brillantes y su temática le da un aire de conjunto a la obra. Pues bien, es tan poderoso lo que hace Waits musicalmente, los ritmos y los ambientes recreados, que las sensaciones que transmite seguirían estando ahí, nos golpearía igualmente aunque fuésemos incapaces de entender una sola palabra. Podría inventarse un idioma propio, desconocido para el oyente y, aun así, el mensaje seguiría siendo igual de impactante.

1992 se puede considerar como la cima del camino que Waits había iniciado una década antes por los campos de la búsqueda permanente. El comienzo de los ochenta había sido pródigo en importantes cambios para él. Se casó con Katheleen Brennan, se mudó a Nueva York y le dio un giro a su carrera que incluyó el despido de su manager y el cambio de sello.

Brennan, personaje central en esta historia,  en su conjunto y en este capítulo discográfico concreto, no solo fue indispensable por la estabilidad que aportó a su vida, incluido el abandono de hábitos nada saludables. También fue fundamental en su apertura a nuevos sonidos y otras ramas del arte. De hecho, además de en lo musical, los ochenta supusieron años de gran actividad para Tom en cine y teatro.

Y en esa ebullición de ideas que era la cabeza de Tom Waits, se inscribe Bone machine. En este punto de su carrera, ya de vuelta a California, protagonizaba, además, una bonita paradoja. Y es que, no deja de ser curioso que, mientras varios grupos de veinteañeros convertían lo alternativo en la norma y lo llevaban a lo más alto de las listas de ventas, un artista que había comenzado sentado al piano veinte años antes, y que contaba con una sólida carrera a sus espaldas, era el que estaba haciendo algo realmente alternativo a aquello que triunfaba. Alejado de modas y ajeno a casi todo.

La industria reconoció el trabajo de Waits en forma de Grammy al mejor álbum alternativo; y allí, en la experimentación, en el riesgo, siguió él en los años siguientes.  Con sus plazos, con sus reglas. Así que no es de extrañar que tras The black rider tuviésemos que esperar hasta 1999 para escuchar Mule variations, un disco enorme con el que volvió a girar por Europa y Estados Unidos, algo que no había hecho en más de diez años, y que le llevó a recoger otro Grammy, esta vez en la categoría de mejor disco de folk contemporáneo.

La doble entrega Blood money y Alice, en 2002; Real gone, en 2004; Orphans, la monumental colección de canciones que se habían quedado fuera de su discografía o que eran difíciles de encontrar, en 2006 y Bad as me completan una obra en estudio a la que es difícil ponerle pegas. Su último álbum es de 2011 y ese año también fue el de su ingreso en el Rock and Roll Hall Of Fame. Entró de la mano de Neil Young y habló del momento en el que decidió ser artista, en un concierto de Lightning Hopkins antes de terminar agradeciendo a Katheleen Brennan que se convirtiera en la luz que le ayudó a encontrar el camino, reconociendo además que sus hijos le han enseñado todo lo que sabe.

Dice también Waits, autor de un buen puñado de frases memorables, que todos amamos la música pero que la música debe amarnos también a nosotros; y lo cierto es que él tiene suerte porque da la impresión de que la tiene locamente enamorada.

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