Bob Dylan: «Qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así, os lo juro»
El pasado martes, la leyenda estadounidense actuó en el Generalife con un concierto para la historia, dentro de la programación del ciclo 1001 Músicas – CaixaBank de Granada. Una cita de su gira Rough and rowdy ways a la que acudió Eduardo Tébar.
Bob Dylan
La Alhambra – Ciclo 1001 Músicas CaixaBank
13 de junio de 2023
Texto: EDUARDO TÉBAR
Foto: Cedida por 1001 Músicas.
Pepe Rodríguez, director del ciclo 1001 Músicas CaixaBank, es la persona que ha traído a Bob Dylan a Granada en todas las ocasiones en las que la Gira Interminable ha hecho parada por aquí. La primera, en 1999 y ante más diez mil personas en el Palacio de Deportes, se fraguó a partir de la invitación de Laura García Lorca, en nombre de la casa museo de la Huerta de San Vicente. El telonero fue un Calamaro perjudicado que besó el suelo que pisaría su ídolo. Después vendría la visita a Motril en 2004, con un poder de convocatoria similar y peregrinaje de gran parte del mundillo de la escena granadina al campo de fútbol de la costa. En 2015, más de cuatro mil fieles se reencontraron con Bob en la capital, con los locales Soleá Morente y Los Evangelistas ejerciendo de entrantes.
Ninguna de estas experiencias se puede comparar con el concierto que esta semana ofreció Dylan en el Teatro del Generalife, en el entorno de la Alhambra, un espacio hasta hace poco reservado exclusivamente al ballet y a la música clásica. Pepe Rodríguez afirma que se cierra un círculo después de veinticinco años de relación: «El judío que fue y el cristiano converso que es ahora viene a tocar, pero no a las puertas del cielo, sino a las puertas del conjunto monumental árabe más importante del mundo».
Las entradas volaron en treinta y dos minutos. Algo más de mil quinientos asistentes tuvieron el privilegio de presenciar el que, casi con toda seguridad, será el último recital de Bob Dylan en Granada. El concierto anticipaba el ciclo 1001 Músicas, que se desarrollará durante el mes de septiembre con nombres como Elvis Costello o Suede; al mismo tiempo, se encaja como propuesta del longevo Festival Internacional de Música y Danza de Granada. La unión ha hecho posible traer al de Minnesota a la Alhambra. Un hito, al margen de cualquier otra consideración.
¿Y respondió el flaco a las expectativas? Rotundamente, sí. Incluso se mostró empático. «Qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así, os lo juro», confesó con voz de cazalla. Poco antes, un tipo rompió el silencio reverencial entre las butacas gritándole algo ininteligible. Dylan farfulló una respuesta inmediata, que sonó al mítico «I don’t believe you, you are a liar».
Anécdotas aparte, el guion se ciñó a lo previsto. El repertorio se calca en estos conciertos, que ensalzan el cancionero del espléndido Rough and rowdy ways. Lo especial fue la manera de percibirlo. Nadie escapa al indisociable pensamiento de tener ante sus ojos un buen pedazo de lo que queda de siglo veinte. Aún deslumbraba la puesta de sol cuando el artista, con 82 años recién cumplidos, salió al escenario con traje oscuro, camisa roja y sin sombrero.
No se separó del piano, colocado en el centro a cuatro metros del sobrio escenario, como una punta de lanza. En torno a él, los músicos. Como un martinete. Como quien busca calor y ser reconfortado en una hoguera. Apretados, como capas de alcachofa, se pusieron a tocar a la primera de cambio “Most likely you go your way (and I’ll go mine)”. Fue lo más próximo a escuchar un clásico de los sesenta; ecos de un Dylan que estiraba el lenguaje para dinamitarlo.
La voz ajada, viajada, pero convincente, tomó protagonismo para invocar a Walt Whitman en ‘I contain multitudes’ y en ‘False prophet’, ya prendidas las guitarras entre el crujir y los trémolos. En “When I paint my master piece”, cuatro focos le apuntaban ante el telón rojo, como en una escena flamenca de Saura. En ‘Black rider’, el grupo moduló el voltaje para entrar en una atmósfera chamánica. La acústica impecable, superlativa, permitía degustar el rock and roll primitivo de ‘I’ll be your baby tonight”, un rescate del maravilloso John Wesley Harding. Y el escenario tornó en ambiente lynchiano en “Crossing the Rubicon”.
No hubo bises. Zimmerman concluyó con “Every grand of sand”, salmo incluido a principios de los ochenta en Shot of love, un álbum de su fase evangélica menospreciado por sus seguidores y a menudo reivindicado por el bardo. Los versos del cierre no podían ser más sugerentes: «En el momento de mi confesión, en la hora de mi más profunda necesidad, cuando el charco de lágrimas bajo mis pies inunde cada semilla recién nacida, hay una voz moribunda dentro de mí que llega a alguna parte». Bob se levantó, después de vaciarse en el escenario, y mantuvo la mirada con seriedad durante más de medio minuto ante la nube de aplausos. Corrían el fresquito y las fragancias del Generalife. La ovación no había terminado cuando Robert ya se había esfumado por un lateral. Imaginen la escena: un coche oscuro paseaba por la Alhambra, en penumbra, al patriarca de los poetas eléctricos.
La razón por la que este hombre sigue haciendo lo que hace es, posiblemente, la misma por la que Woody Allen encadena un rodaje tras otro. El oficio como razón de ser. Cuestión diferente es el motivo que lleva al público, especializado o generalista, a acudir a un concierto de Bob Dylan (con el consiguiente desembolso) en la actualidad. Porque hablamos de un músico que se agarra a la quintaesencia de la raíz musical norteamericana, sin concesiones burdas. Y a la carretera, ahí donde quedaron suspendidas las leyendas de Hank Williams, Bessie Smith y tantos otros. Sería un bonito debate plantear si se observa a Dylan como la obra de un museo: más importante por el contexto en el que fue creada, que por su trascendencia actual.