LIBROS
«Sabe llegar al esperpento, y de los diversos relatos surgen, en ocasiones, imágenes fascinantes»
Emilio Gancedo
Barrio húmedo
PEPITAS DE CALABAZA, 2023
Texto: CÉSAR PRIETO.
En ocasiones, si uno tiene cierta imaginación y sabe desplegarla, puede viajar al pasado. Si el lugar donde reside, desde la aldea más olvidada a la metrópolis más confusa, cuenta con una historia detrás que haya hecho sustrato, puede fantasear y observar su entorno con ojos del legionario romano que estuvo allí y vio ese mismo mar, o del judío que entró en aquella sinagoga que se ha recuperado, o del obrero que en la revolución industrial soñaba con ver arder esas calles. El mismo mar y las mismas calles que uno tiene ahora. Barrio húmedo, la novela de Emilio Gancedo, escritor de guías de viaje y guiones de documentales etnográficos, parte de esta premisa y enfrenta a su texto con el pulso de un barrio.
Cabe decir que casi todas las ciudades españolas tienen una calle de los vinos. Se llama así. Suele ser una travesía del casco viejo en el que el número de tabernas que tengan rancia antigüedad y toneles abunda en proporción casi inasumible. Allá van las pandillas a trasegar alcohol y hablar, en paralelo vía crucis laico al que recorrerá sus calles en Semana Santa. León, no; la antigua sede de la Legio VI Victrix tiene todo un barrio, el Barrio Húmedo, entre la catedral y la plaza del Grano, donde una docena de calles sirven para satisfacer a propios y visitantes. Allí, en tiempos de la legio, se movía Pentio Festo, el primer protagonista de los muchos que traspasarán la ciudad, un montañés que en Campamento consigue vino y diversión.
El estilo es ampuloso, a veces tétrico. Sabe llegar al esperpento, y de los diversos relatos surgen, en ocasiones, imágenes fascinantes. Es preciso aunque parece evanescente, con un vocabulario rico sin ser pretencioso, ajustado y amplio en su castellano. Los narradores leoneses, Llamazares, Merino o Luis Mateo Díaz saben, como Gancedo, crear desde la palabra mundos de potente duermevela. La llegada de los bárbaros a Campamento, siglos después, o el final de la historia de Flaín Flaínez, estremecen. Son tan reales que parecen mentira.
Entramos en el Renacimiento. León ya ha dejado de ser reino independiente y a Santiago Botas el marido de su prima le paga un pasaje para las Indias. Viene la guerra de la Independencia y María Remoña, una prostituta, ha de cumplir un encargo de las guerrillas —el personaje y el texto más afín a Valle-Inclán, aunque todos lo son— y, en la Revolución Industrial, Sor Juana Jesús del Rosario ha de salir del convento después de muchos años y se encuentra que la ciudad ha cambiado, que se abren grandes avenidas iluminadas, que las cafeterías con modernas y que se venden preservativos.
Y así van pasando años y años y más años, épocas, hasta conseguir que la verdadera protagonista sea la ciudad, que se va descascarillando, que vuelve a resurgir, que florece y se pierde en medio de historias trágicas, de enormes historias. El final de “Bernabé, Marquitos” es impresionante, estremecedor, y la figura de Antonio Bardón Miguélez, que celebra el remate de su carrera de Derecho en lo que ya es el Húmedo, es de mil y una noches, con un guateque que desaparece como los palacios en las narraciones árabes.
Poco a poco, los personajes van cerrándose sobre la ciudad. Anselmo Toldanos vive en una casa que lleva ahí casi desde la fundación de Campamento, quizá donde estaba la cuadra en la que dormía Pentio Festo. La casa se desbarató, ha sido arreglada y vuelta a arreglar, y las vacas de las que vive vuelven a casa al mismo tiempo que los trabajadores de las fábricas. Los pisos van ocupando lo que fueran prados y en el de abajo han abierto un pub. Entre medianoche y la madrugada la casa cobra vida, tiembla, y Anselmo se va retirando a los cuartos más escondidos, allí donde guarda avíos antiguos. Es un inmenso relato que aúna lo viejo y lo nuevo. En la ciudad, Laura Pérez y Hugo Salgado se conocen a la puerta de un pub, puede ser ese pub. Dos horas más tarde, pasean besándose por las calles del Barrio Húmedo. Es el último beso, y en él se esconden todos los momentos que, desde Pentio Festio, se han conservado, no se han perdido como lágrimas en la lluvia.
–
Anterior crítica: La chica que vive al final del camino, de Laird Koenig.