«Los músicos, cuando no están sobre la tarima, siguen ofreciendo su esencia interpretativa en las diferentes salas de espera, a lo largo de los serpenteantes pasadizos o en la misma calle, hasta altas horas de la madrugada. Se trata de interactuar sin descanso»
Si hace unos días anunciábamos la celebración de la sexta edición, en Bruselas, del festival Balkan Trafik, dedicado a las músicas y cultura balcánicas, ahora César Campoy nos relata lo que allí aconteció.
Texto: CÉSAR CAMPOY.
Sin duda, uno de los mayores logros de este festival sigue siendo la habilidad de sus organizadores para convertir un edificio tan majestuoso como el Palacio de Bellas Artes de Bruselas en un verdadero escaparate de caos organizado, en el que miles de espectadores tienen la opción de bailar, meditar, comer, beber, brincar, intercambiar pareceres, conocer otras realidades, llorar o reír, en connivencia (y contacto directo) con decenas y decenas de artistas, dignos representantes del arte y la cultura de buena parte del Sudeste de Europa. Es cierto que la filosofía del Bozar, como es conocida la magnífica construcción que ideó, a principios de siglo, el famoso arquitecto belga Víctor Horta es bien peculiar y, sobre todo, abierta y libre de prejuicios, todo un ejemplo de lo que debería significar cualquier espacio de arte público.
En Balkan Trafik (la oferta musical de esta sexta edición tuvo lugar los días 13 y 14 de abril), las barreras entre artistas y público son, prácticamente, imperceptibles. Las estructuras de los escenarios del Hall Horta, el pomposo auditorio Henry le Bœuf, la sala de Música de Cámara o la polivalente sala Terarken (donde tenían su base de operaciones el griego Rembetiko Kafe, el Kabaret Manouche o el Sevdah Kafana bosnio) acaban diluyéndose en el mismo momento en que los músicos, cuando no están sobre la tarima, siguen ofreciendo su esencia interpretativa en las diferentes salas de espera, a lo largo de los serpenteantes pasadizos o en la misma calle, hasta altas horas de la madrugada. Se trata de interactuar sin descanso, porque este festival huye de treguas. Durante doce horas seguidas el espectador curioso disfruta recorriendo estancias, y subiendo y bajando escaleras, mientras observa, asombrado, cómo, a ritmo de danza, se dibujan ante sus ojos las iglesias bizantinas de Tetovo o la ciudadela de la Gjirokastër de Ismail Kadaré; cómo se deslizan vertiginosamente, a ritmo de jazz manouche, los dedos por los mástiles de guitarras y violines; cómo se quiebran las voces a la manera tradicional rumana, bosnia o griega; o cómo escupen sentidos sones clarinetes búlgaros o albaneses, y trompetas serbias.
Precisamente de esto último se encargaron Dejan Lazarević y su orquesta, que durante los dos días no cesaron de tirar de fanfarria, ora, sobre el escenario; ora, recogiendo al personal que salía de presenciar el aquelarre de Band of Gypsies, para llevárselo a dar una vuelta por el Bozar; ora, en solitario, sobre el escenario del Hall Horta; ora, sobre el mismo entarimado, en una sonora «batalla» contra la ruidosa Orchestre International du Vetex, que ganaron los serbios merced a interpretaciones tan efectistas como la del clásico ‘Perov Sa Sa’. Fue una de las formaciones que más favores del público acaparó, junto al quinteto de un Roberto de Brasov, que es capaz de convertir su acordeón en una verdadera y alocada máquina de swing y sentimiento rítmico oriental; el veterano percusionista Ovidiu Lipan y su Fanfare Zece Prajini; la ya mencionada Orchestre International du Vetex; los más tradicionales Koprulu of Berat, cuyo jovencísimo y descarado vocalista (una especie de Joselito a la albanesa, enfundado en un traje plateado) despertó los vítores del respetable, o la brasileña Fanfarra Ferro Velho, que tiró de efectismo desaforado para meterse en el bolsillo a una audiencia mucho más interesada, sobre todo a partir de ciertas horas de la noche, en dejarse llevar por el frenesí, que en reparar en la calidad del producto.
Esto nos lleva a reparar en la cita más esperada del festival: el explosivo encuentro entre los rumanos Taraf de Haïdouks y los macedonios Koçani Orkestar, es decir Band of Gypsies, o sea, la unión de dos de las formaciones musicales más importantes que ha dado, en las últimas décadas, la música romaní. La treintena de veteranos músicos que integran tan llamativo proyecto son conscientes, como la mayoría de formaciones que tiran de la popularísima y anárquica festividad sonora que emana de trompetas y violines, que el favor del público lo tienen ganado a priori. De unos lustros para acá, el interés de la audiencia por las fanfarrias agitanadas, esas que huelen a desmelene, a camisa rasgada, a celebración perenne y a botella de brandy compartida, ha aumentado de manera vertiginosa, con todas las ventajas e inconvenientes que ello supone. En resumidas cuentas, es muy respetable que la audiencia, como ocurrió la noche del día 13 en una abarrotada sala Henry le Bœuf, se dejara llevar por el desenfreno, prácticamente, sin permitir que sonaran los primeros sones de Band of Gypsies, pero también es cierto que corremos el riesgo que llegue a convertirse en moda (como todas ellas, pasajeras) que asistir a cualquier concierto de este tipo, suponga, obligatoriamente, dejarse llevar (literalmente) por la embriaguez, sin reparar en la verdadera calidad de unos músicos que atesoran décadas de andanzas. Con todo, lo que se vivió en aquel repleto auditorio fue mágico. Las más de dos mil personas (contorneándose, en pleno éxtasis, mientras ambas formaciones se daban la vez) se entregaron, desde el minuto cero, prácticamente sin necesidad de reparar en ciertos problemas de sonido, o en las caras de asombro de algunos músicos al verse rodeados por casi un centenar de alocados espectadores que subieron al escenario (y allí permanecieron demasiado tiempo) en el preciso instante que de los metales brotó una archiconocidísima «Kalasnjikov», finalizada prematuramente por una agobiada orquesta, pero retomada, instantes después, cuando muchos de los asistentes habían abandonado la sala (¿ya habían tenido suficiente ración bailonga?), en forma del tradicional «Pacsirta».
En las antípodas, en cuanto a concepto y filosofía, y, por supuesto, el cénit del Balkan Trafik de este año, Ivo Papasov y su sublime reunión de amigos. El clarinetista búlgaro, sin duda, juega en otra liga. Hace décadas que supo fusionar los sones tradicionales de su país (ya de por sí, complejos) con elementos sofisticadísimos y enrevesados del jazz y otras bases contemporáneas. Su puesta en escena del día 14, en compañía del excéntrico percusionista Okay Temiz (que tuvo que enfrentarse a algunas deficiencias de sonido), el chistoso pero veloz Roberto de Brasov, el elegante clarinete de Josif Shukallari, el efervescente cimbalón del siempre sorprendente Kálmán Balogh o el salvaje saxofón del espectacularmente próximo Ferus Mustafov, fue, simplemente, irrepetible, aupado por el grado de improvisación que este tipo de reuniones supone. Pocas pegas para el extenso repertorio desarrollado. Desde las piezas más intimistas y depuradas, a la esperada bomba final, en forma del célebre ‘Chaje Shukarije’.
OTRAS PROPUESTAS
También hubo espacio para ofertas dirigidas a audiencias más reducidas. De hecho, destacaron sobremanera, en ambientes más íntimos, el propio Josif Shukallari, junto a la Ensemble Droppuli de Gjirokastër; la impactante y mística puesta en escena del coro bosnio Hazreti Hamza, que dio buena cuenta de su repertorio basado en canciones sufíes; el buen hacer, al buzuki griego, de Michel Hatzi y Manolis Pappos, acompañados a la voz por Anatoli Margiola; unos The Old Bridge que supieron tirar, con tino, del repertorio más popular (ya revisitado por Mostar Sevdah Reunion), logrando nuevas y emocionantes reinterpretaciones de clásicos como ‘Čudna jada od Mostara grada’ o ‘Moj dilbere’, y, sin discusión, un Tcha Limberger que, en compañía de su maravillosa Violons de Bruselles, y del digno heredero de Django Reinhardt, Fapy Lafertin, dejó al respetable boquiabierto, ya no solo con su maestría a la hora de combinar estilos y técnicas al violín, sino también al auparse como maestro de una ambientación casi idílica, creada a base de swing, manouche, bop, clasicismo, ritmos andinos, esencia balcánica… La versatilidad reencarnada.
No obstante, uno de los momentos más emocionantes vino dado por la presentación de Brussels Underground, una iniciativa de la misma organización, coordinada por Nicolas Hauzeur, basada en la búsqueda de músicos que muestran su arte fuera de los circuitos tradicionales de conciertos y festivales. De esta manera, a lo largo de una hora, tuvieron la oportunidad de subirse a la tarima del mismísimo Henry le Bœuf, decenas de intérpretes que, desde hace muchos años, vienen brindando su maestría por los lugares públicos de la capital belga: metro, plazas y calles, mercados… Una verdadera torre de Babel balcánica, compuesta, en este caso, por nombres como los de Sanda de la Curcan, Fericel Stan, Pecho Elmazov o Marian Raducan, la mayoría de ellos, con varias décadas de experiencia (musical y, por supuesto, existencialmente nómada) a sus espaldas, y una oportunidad única para rendir homenaje a los miles y miles de intérpretes que, por uno u otro motivo, deciden hacer música en la calle; una forma de reclamar, para ellos, una grado de dignidad que, muchos, cuando, en cualquier ciudad del mundo, pasan ante ellos, olvidan que siempre han poseído. Porque al artista de calle merece respeto, no compasión.
Pero, curiosa, y paradójicamente, en esta casi perfecta muestra de intercambio cultural, el tan añorado «tráfico balcánico» no lo fue del todo completo, ya que los miembros del grupo kosovar Jericho, finalmente, no pudieron llegar hasta Bruselas para ofrecernos su contundente combinación de rock guitarrero aderezado con elementos tradicionales. De hecho, según nos confirma su líder, Petrit Çarkaxhiu, la banda anduvo, durante un par de días, deambulando por varios países de la zona, como un ratón en un laberinto de laboratorio, sin poder escapar a una surrealista maraña de trámites burocráticos (cabe recordar que todavía existen muchos estados, entre ellos, el español, que no reconocen la independencia de Kosovo). La verdad, resulta, cuando menos desconcertante, que, en pleno siglo XXI, en la Europa civilizada, motivaciones políticas y territoriales sean capaces de evitar que un grupo de creadores, dependiendo de qué escudo o emblema figure en su pasaporte, pueda circular libremente para mostrar su arte al resto del planeta.