«Se interprete como se interprete, lo cierto es que ninguna figura ha estado, en esta era marcada por divas del r’n’b en creciente proceso de edulcoración, portentosas gargantas de ébano de trayectoria guadianesca y promesas que quedan disueltas en agua de borrajas, tan cerca del Olimpo del soul clásico como lo ha estado ella»
Carlos Pérez de Ziriza analiza la obra que Amy Winehouse ha dejado tras de sí, el papel que jugó en la escena de la música negra del nuevo siglo.
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
No sería de extrañar que el prematuro (que no imprevisible) deceso de Amy Winehouse incrementara el consenso en torno a sus bondades creativas y minimizase las voces disidentes, aquellas que ponen en tela de juicio (porque las hay) su aportación estelar al panteón histórico del soul. No sería la primera vez, porque las muertes prematuras siempre acarrean, con el cuerpo del finado aún caliente y la caja registradora a punto de entrar en frenesí, esa glorificación de los logros, cuya confirmación definitiva nunca llegará, pero –como decían antiguamente de los militares y el valor– se le presupone. La disyuntiva, que quedará sepultada entre cientos de lamentos y semblanzas, no es caprichosa, porque con Winehouse volvía a emerger el que quizá sea el eterno debate cada vez que una nueva «big thing» ha salido a relucir (pocas, ciertamente) durante el último decenio: el de hasta qué punto llega el saqueo impune de las escrituras clásicas y dónde comienza la eficiente reactualización de motivos añejos. ¿Revival o reinterpretación? ¿Mera nostalgia o revisionismo inteligente?
Se interprete como se interprete, lo cierto es que ninguna figura ha estado, en esta era marcada por divas del r’n’b en creciente proceso de edulcoración, portentosas gargantas de ébano de trayectoria guadianesca y promesas que quedan disueltas en agua de borrajas, tan cerca del Olimpo del soul clásico como lo ha estado ella. Hacer un listado de todos ellos puede ser un ejercicio tan ameno como, al fin, desalentador: con Lauryn Hill dedicada a otros menesteres y Erykah Badu diseminando su producción, mentar a Macy Gray, D’Angelo, Alicia Keys, Jill Scott, Joss Stone, Kelis, Beyoncé y tantas otras luminarias de la música negra actual es lo más parecido a censar un puñado de ilusiones truncadas. Por inconsistencia, malas compañías o búsqueda rápida de un «target» ante el que no hubiera que calentarse demasiado la cabeza, quien más quien menos ha naufragado si se trataba de estar a la altura de los clásicos. Destellos que palidecían al lado de los trabajos canónicos de la Motown, la Stax o la era dorada de Atlantic. Pero «Back to black» (2006), con todos sus condicionantes, no lo hacía. Lo que en «Frank» (2003) no pasaba de prometedor apunte de estilemas jazzies de aire muy coyuntural, en su segundo álbum era una gozosa realidad. Cierto es que parte del debe cabe achacarlo a la producción de Salaam Remi y del exitoso Mark Ronson, pero canciones como ‘Rehab’, ‘You know I’m not good’, ‘Me & Mr. Jones’, ‘Tears dry on their own’ o ‘Love is a losing game’ no eran moneda corriente, exhibiendo con orgullo un cordón umbilical que las unía a las enseñanzas de Marvin Gaye, Etta James o Nina Simone, personajes con los que, además, compartía un trayecto vital tremendamente atribulado para su temprana edad. Tampoco la fiebre ska de finales de los 70 era ajena a su discurso: ilustrativo es que el ‘Monkey Man’ de Toots & The Maytals se erigiese en uno de los puntales de sus directos.
Nunca sabremos qué hubiera pasado si la nebulosa permanente en que se sumergió durante los últimos cinco años no le hubiera impedido dar continuación a «Back to Black». En este sentido, por mucho que se invoque al club de los 27 (mero pasto para alimentar la superstición de la mitología rockera), su desaparición guarda, por los interrogantes creativos que deja en el aire, más similitudes con la de Jeff Buckley que con ninguna otra. Lo que no se puede negar es que su indisimulada querencia por los girl groups de la primera mitad de los 60 (y el wall of sound para ellos suministrado por Phil Spector) fue secundada, en el momento de edición de su segundo álbum, por bandas como The Pipettes o The Long Blondes, y que más tarde llegarían Duffy, Adele o Eli “Paperboy” Reed para certificar que el soul vintage, sin aderezos ni coartadas postmodernas, volvía a cotizar al alza.
Siempre resulta un poco grotesco el regodearse en el lamento de esta clase de pérdidas. Porque no deja de dar rabia, más que nada por lo que tiene de absurdo, que alguien que lo tiene todo a sus pies se empeñe en tirarlo todo por la borda. Y más cuando ni siquiera se alcanza la treintena. Lo grotesco alcanza proporción doble cuando muchas de las voces plañideras son las mismas que se cebaban en las recurrentes extravagancias públicas del personaje. Y aunque algunos primen el recuerdo de su desangelado paso por Rock in Rio en el verano de 2008, ya convertida en una de esas celebrities de nuevo cuño, en permanente pulso con la justicia y estoicamente preparados (como Pete Doherty o Lindsey Lohan) para encajar los golpes de los medios cuando huelen sangre fácil, la mejor estampa que cabe conservar de ella en nuestro país es la de su notable set en una de las carpas del Festival de Benicàssim de 2007, en una espléndida noche de julio.