LIBROS
«No tendrá aplicación práctica, pero aporta un gozo por conocer la vida bastante intenso»
Eduardo Bravo
Almanaque chatarra
EFE EME, 2024
Texto: CÉSAR PRIETO.
En 1935, Bertrand Russell publicó un pequeño ensayo que tituló Los conocimientos inútiles. Russell, de familia aristocrática, que quince años después ganaría el Nobel de Literatura y aún tendría veinte años para desarrollar una carrera como matemático, filósofo y apóstol de la paz al modo de Gandhi —murió a los 97 años en 1970—, exponía una fisiología del gusto cultural. El librito lo escribió a los sesenta y tres años, y partía de premisas gastronómicas que se podían aplicar a cualquier ámbito del conocimiento. Si la base era que cuanto más sepas de la historia de los melocotones más te van a gustar, la conclusión inductiva era que el conocimiento inútil puede producir un gran placer sensual, que no es antitético del intelectual.
Eduardo Bravo, en Almanaque chatarra, lleva a la práctica estos supuestos bajo la forma de un calendario de efemérides, esas que nos asaltan a todas horas. Que hayan pasado cien, cincuenta o treinta y cinco años de cualquier hecho se convierte en un hecho en sí. De esta manera, busca una efeméride para cada día del año y escoge dos de cada mes para desarrollar la historia que se puede extraer, a menudo sobre cuestiones olvidadas o banales y en otras ocasiones sobre sucesos que han cambiado la andadura del mundo occidental.
En el primer caso se encuentran la historia de un payaso que fue un fenómeno mediático —discos y radio— en los años treinta, o el mítico, en la época, Teatro Chino de Manolita Chen, donde empezaron Esteso, Pajares o El Fary y cuya fundadora murió en la indigencia.
El mundo audiovisual aparece en múltiples ocasiones. Desde un análisis de la recepción de Garganta profunda hasta la carga sexual que late en Grease. Y si desplegamos cuestiones ideológicas, puede aparecer un análisis marxista de Mazinger Z, de la misma manera que el recuerdo de que la factoría Disney estaba llena de comunistas. Indaga también en la vida de Valerie Solanas, esa guionista que le pegó un tiro a Andy Warhol.
Son, muchas de ellas, historias tristes que fueron portada de revistas de todo tipo y que ahora nadie recuerda. ¿Dónde se habla ahora de Karen Carpenter? ¿Siguen corriendo fotos de Bettie Page? ¿Qué fue de Marisa Medina? Se convirtieron en iconos de su época, entraron en un tobogán de excesos que acabó con ellas y son la viva demostración de que el éxito no siempre lleva al triunfo. A veces destroza.
Un capítulo se dedica a los rotarios, los miembros españoles del Rotary Club que en nuestro país tienen ochenta y dos monumentos y están llenos de buenas intenciones, pero con ciertas zonas oscuras. Y relacionada con este grupo de potentados, está la historia de una familia argentina de muy alta posición o, fuera de cuadro ya, el atraco al Banco Central de Barcelona, todavía lleno de misterios.
Dos relatos tienen que ver con la droga, uno sobre la presencia en tierras norteamericanas del LSD o el Popper y otro, muy curioso, sobre el uso de drogas durante la Guerra Civil y el franquismo, cuando —aunque no se lo crean— estaban permitidas.
Son temas que parecen escogidos al azar, pero nada más lejos de la verdad, porque acaban conformando un mundo propio. Eduardo Bravo es un freelance, por tanto autónomo, así que escoge él los temas de sus reportajes y siempre está atento a lo que está al margen, lo que nadie quiere. Conocimientos inútiles, placeres culpables. Todo eso que no tendrá aplicación práctica, pero aporta un gozo por conocer la vida bastante intenso.
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Anterior crítica de libros: Pero… ¡en qué país vivimos!, de Agustín Sánchez Vidal.