“Si sus canciones son un reflejo de la vida, esta –sin duda– ha de apurarse hasta el último sorbo y con todas las consecuencias”
El pasado sábado, la banda de Greg Dulli cerró su gira europea con un arrollador concierto en Barcelona, reafirmando su vigencia como verso libre de la generación grunge. Por Carlos Pérez de Ziriza.
The Afghan Whigs
21 de febrero de 2015
Sala Apolo, Barcelona
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Para no dejar de ser fieles a la rotundidad con la que los de Ohio despacharon su repertorio el pasado sábado en la sala Apolo, comenzaremos por lo concluyente: nadie en las últimas décadas ha logrado muscular como ellos una propuesta rock con un riego sanguíneo tan soul. Sí, hay quien hace soul con guitarras. Hay quien hace soul rock. Y hay quien hace rock con esquirlas de soul. Pero lo de Greg Dulli y los suyos es diferente; en sus manos, ambas cosas, vehículo y contenido, son una misma. Aunque manejen más referentes, obviamente. Eso les apartó de la gloria como buenos heterodoxos de la generación grunge que fueron. Fueron uno de los primeros fichajes de Sub Pop, que no escribía ceñido a los renglones del noroeste, ni geográfica ni estilísticamente. Pero les garantizó, visto en perspectiva, el bien ganado pasaporte a la posteridad del que ahora disfrutan. Desmintiendo caducidades; sobrevolando coyunturas. Llenando recintos de mediano aforo en conciertos galvánicos, en los que su producción reciente (el regreso con “Do To The Beast”, después de 16 años) en absoluto desentona entre sus clásicos, especialmente los expedidos por “Gentlemen” (1993) y “Black Love” (1996), ambos irrebatibles.
Cualquiera de ellos atronó como un zumbido sísmico sobre el suelo temblón de la sala del Paralelo, en el último concierto de su gira europea antes de marchar a Tel Aviv. Porque si hay algo que no admite discusión –buena fe podrán dar los testigos del tránsito entre sus dubitativos conciertos hispanos de 1993 y su paso por el Primavera Sound de 2012– es que The Afghan Whigs están ahora en plena forma, en su mejor momento sobre un escenario. Eso sin que la baja de Rick McCollum, su guitarrista de toda la vida, menoscabe su apabullante rotundidad. Enlazando temas sin solución de continuidad, con un arrollador sentido del espectáculo y derrochando versatilidad, las pelucas afganas de Cincinnati convirtieron la sala en un polvorín, tanto cuando recuperaron las embravecidas espirales de guitarras de ‘Turn On The Water’, ‘Debonair’, ‘Gentlemen’ o ‘My Enemy’ como cuando hicieron gala de la sobria madurez de ‘Algiers’, ‘It Kills’ o una mesmerizante ‘Lost in The Woods’, con Dulli golpeando un timbal y dibujando una tonta sonrisa de asombro entre la concurrencia de la platea.
Y es que lo de este hombre merece capítulo aparte: absolutamente pletórico y sobrado de capacidad interpretativa, en todos los aspectos. Su porte es el de un dignísimo superviviente a los excesos, un cronista de la agitación sentimental y carnal. Un tipo que aún suda rock and roll por todos sus poros. Y después de verle sentado al piano para evocar a Jeff Buckley (‘Morning Theft’), de hermanar su pulso con el de Jim Morrison (‘Son of the South’/ ‘Roadhouse Blues’) o de fundir el ‘Across 110th Street’ de Bobby Womack con una celestial ‘Faded’, a ver quién es el valiente que le tose. Si sus canciones son un reflejo de la vida, esta –sin duda– ha de apurarse hasta el último sorbo y con todas las consecuencias. Y conciertos como el del sábado noche, plasmación hercúlea de esa visión, son de los que no se olvidan.