“Ya no queda ninguno de los grandes, ni Trénet, ni Piaf, ni Brassens, ni Montand, ni Salvador, ni Bécaud, ni Ferré, ni Ferrat, ni Barbara, ni Nougaro, ni Dalida, ni Moustaki”
Juan Puchades despide al ilustre cantante parisino Charles Aznavour, el último superviviente de la edad de oro de la chanson francesa, fallecido este lunes a los 94 años.
Texto: JUAN PUCHADES.
‘C’est fini’. Se acabó. Parafraseando al propio Aznavour, podríamos decir que se acabó, ya no queda ni un solo eslabón vivo que nos comunique con los orígenes de la edad de oro de la chanson. Con la muerte de Charles Aznavour se va el último “chanteur”, quizá el menos comprendido durante décadas. Desde luego el más ignorado por estos páramos españoles, por lo menos desde la crítica musical “cool”, la que lo recuperó solo en su vejez, en esos conciertos que ofreció por aquí en los últimos años y que fueron celebrados por medios que, con cierta delectación, lo habían ignorado constantemente. Suponemos que por considerarlo demasiado comercial, por no verlo como un igual de Brel, Brassens o Montand. Desde luego por pensar que no podía estar al nivel de los grandes cantautores en inglés. Tal vez, simplemente, porque cometió el pecado de ser extremadamente conocido en la España de los años sesenta, cuando era habitual que grabara sus éxitos en nuestro idioma (también en inglés). Y claro, ¿quién quiere reivindicar la música que escuchaban sus padres?
Pero Charles Aznavour, no solo estaba a la altura de los más grandes de la canción francesa, sino que fue parte del movimiento que la forjó, contemporáneo de todos los imprescindibles rodeados de halo mítico. Y no olvidemos que, compositor infatigable, en sus primeros días profesionales, cuando se buscaba la vida en el París bohemio posterior a la Segunda Guerra, en la Francia liberada, escribió para Eddie Constantine, para la diva Juliette Gréco o la diosa Édith Piaf, quien decidió protegerlo y fue su amante. Es cierto que Aznavour no escribía con el punzón descarnado de Brassens, que no se expresaba con la entrega majestuosa, a corazón abierto, de Brel o la propia Piaf, pero, como pocos, lograba capturar sentimientos y trasladarlos con una sensibilidad extrema a una canción. Podía parecer que, de tan emocional, traspasaba las fronteras de lo almibarado, pero no, nunca cruzaba la frontera. Sabía cómo contenerse, hasta dónde dar, conocía los límites para que aflorara toda la tensión y sensibilidad sin caer jamás en lo cursi o relamido.
Aznavour quedará para la historia como el compositor de la inmortal ‘Venice sans toi’ (‘Venecia sin ti’), melodrama amoroso en la ciudad de los canales, que podemos enlazar con otra de las piezas canónicas de su época dorada, la mencionada y gloriosa ‘C’est fini’, en la que no se cansaba de anunciar que aquello, muy a su pesar, había terminado. Sin olvidar, por supuesto, ‘La mamma’, quizá una de sus cimas como compositor. Y es que nadie como él retrató con tal claridad y detalle costumbrista la escena de una madre que agoniza, con todos sus hijos reuniéndose alrededor del lecho (“Están todos allí, / incluso aquellos del sur de Italia […] Incluso está Giorgio, el hijo maldito”, canta), una muerte a la mediterránea (“Beben nuevo vino fresco”), a la antigua, porque escrito en 1962, ese relato comenzaba a ser parte del pasado europeo ante un mundo nuevo que avanzaba inexorable. Algo parecido a lo que le sucedía a la chanson frente al impulso de los yeyés.
Adicto a los grandes arreglos orquestales, a esas producciones a la estadounidense herederas de los crooners (Sinatra en el punto de mira, con ecos jazzísticos en baterías y contrabajos situados delante de la orquesta) pero siempre con ese pellizco tan inexplicablemente francés, con esa indefinible elegancia que daba el haberse fogueado en las noches interminables de los cabarets y los cafés parisinos hasta ascender a los grandes escenarios. Con todo ello, y con sus canciones, logró Aznavour internacionalizar lo suyo como pocos compañeros lo consiguieron.
Con él se acaba un tiempo de la chanson previa al pop (quizá el único que deba ser denominado de ese modo). Ya no queda ninguno de los grandes, ni Trénet, ni Piaf, ni Brassens, ni Montand, ni Salvador, ni Bécaud, ni Ferré, ni Ferrat, ni Barbara, ni Nougaro, ni Dalida, ni Moustaki. No queda nadie. Solo nos quedaba Charles Aznavour, que a sus 94 años parecía que nunca iba a morir, decidido como estaba a seguir actuando. “El show debe continuar”, solía decir. Así que sigamos con la música.